sábado, 19 de abril de 2014

EL AMOR DE JESÚS NO MUERE NUNCA.

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Padre Carlos Padilla
Vivir la Semana Santa es caminar siguiendo los pasos pobres del Señor. Queremos decirle que le queremos, que le amamos aunque lo hayan matado como a un malvado.
 
Lo amamos porque su amor personal por nosotros vale más que sus  milagros, porque sus palabras tocan nuestro corazón, porque su presencia calma la inquietud. Queremos decirle que le necesitamos, que es nuestro Dios y Señor, nuestro compañero, nuestra roca, la fuente en la que calmamos la sed, el pastor que nos encuentra siempre, el padre que nos abraza conmovido.
 
Porque se ha fijado en mí, porque me conoce. Sabe cómo he vivido esta Semana Santa y la Cuaresma. Conoce mis preguntas, como Él también tiene las suyas. Mis miedos, mis preocupaciones, mis amores, mi pecado.
 
Justamente la Semana Santa es una nueva oportunidad para cambiar el corazón. Queremos repetir las palabras con las que rezaba una persona: «Señor de mi vida, de mi corazón, de mi muralla. Te quiero desde mi pobreza». Así queremos a Cristo pobre, desde nuestra pobreza, desde la pequeñez de nuestros pasos.
 
La Semana Santa es la semana del amor. El amor de Jesús por nosotros. Ese amor que no encuentra respuesta muchas veces. Ese amor abandonado, repudiado, insultado, dejado de lado. Es el amor de Jesús crucificado, muerto y olvidado. Porque quisieron matar su capacidad de amar. Porque su amor era excesivo y el hombre se sentía en deuda, indigno.
 
Sin embargo, el amor de Jesús no muere nunca.  Clavado en la cruz se abre paso a través de la herida del costado. Ese amor clavado, herido, humillado, se desprende en un último esfuerzo y se derrama sobre los que quieren acabar con su vida. Es ese mismo amor que carga con nuestra vida.
 
Como expresaba el Padre José Kentenich: «Entonces sale con la cruz a cuestas. Recibe, Padre, mis fuerzas postreras, las últimas fuerzas que me quedan antes de mi muerte. Son sólo para ti y para poder cumplir tu voluntad llena de amor. Se tambalea, está sin fuerzas, a punto de desfallecer. Por amor al Padre se arrastra hasta el monte del sacrificio. Y llega aún con vida. Tiene sed de llevar aún el último sacrificio a cabo, de entregarse hasta lo último»[1].
 
Es el amor fuerte de Jesús. Ese amor humillado, rechazado, ignorado. El amor que invita a amar y a dar la vida. El amor que nos enseña a amar, a cargar con la cruz propia y la de los otros.
 
Queremos amar con ese amor de Jesús. Queremos amar a Jesús para que ese amor nos asemeje. No sabemos amar como Él nos ama. Lo hacemos con egoísmo y buscando salvar la vida. Hoy queremos pedirle a Dios ese amor que todo lo transforma, que lo hace todo nuevo. Ese amor que nos convierta para empezar a vivir con otros ojos, con otra mirada.
 
Es el amor crucificado y resucitado, postrado en Getsemaní, clavado en el madero, resucitado a través de la roca. Su vida es más fuerte, su amor vence el odio. Así quiere ser nuestra vida. Un amor nuevo, resucitado, lleno de esperanza que levante a los desesperados, que salve a los caídos, que acerque a Dios a los más alejados.
 
Un amor que no se busque a sí mismo, que no se cierre a su carne. Un amor que todo lo ennoblezca, que enaltezca y crea, que espere y sueñe. Un amor distinto, el amor que Cristo hoy nos entrega con su vida.
 

[1] J. Kentenich, Carta Semana Santa 1952

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