

Siendo todavía un niño aprendí de memoria algunos versos de Muñoz Seca, que iba a ser una de las víctimas inocentes de nuestra Guerra Civil. Y ahora me vuelven a la memoria: «Martes y (20) 13 ya quien lo diría; ¿Por qué me inspira un miedo extraordinario esta fecha, ay de mí del calendario». Y de pronto surge ante mí una especie de luz: era martes y del año 13 de nuestro milenio cuando, saltándose a la torera la constitución jurada, las Cortes de la Generalidad sientan la tesis de que la soberanía es suya y no de España. Olvidan que fue, precisamente desde Cataluña, desde donde se hizo la mejor definición de esa soberanía, alianza objetiva entre rey y reino, en el «pactisme», es decir, el compromiso firme de respetar y cumplir las leyes fundamentales. No reclamaban una reforma, simplemente afirmaban que, para ellos, la Constitución carece de significado. Un primer paso que, desdichadamente otros se preparan a seguir. Digámoslo con claridad: España está amenazada en su propia sustancia.
Los jóvenes de mi generación, que habíamos sufrido los efectos de la Guerra Civil, tanto los de un bando como los del otro, habíamos llegado al convencimiento de que era preciso poner todas la fuerzas en evitar que retornara aquella situación. Sin embargo los odios seguían latentes y a quienes nos esforzamos por seguir manteniendo esa línea de la reconciliación y el olvido de errores pasados, se nos está respondiendo con una negativa. Por ley la memoria histórica intenta sustituir la objetividad del historiador por el reconocimiento de que un bando, el entonces vencido, tenía razón y el otro no. Ahora además se erige en victorioso. La Constitución vigente, entre sus muchos aciertos, había establecido el de borrar las reticencias. España ya no es una. Se pueden incluso hacer movilizaciones a favor de terroristas que acabaron con vidas inocentes y rendirles públicamente homenaje. Se trata de borrar los nombres y también las banderas. Quienes nos esforzamos en tiempo por conseguir que se permitiese al catalán protagonizar dimensiones de cultura estamos sorprendidos: se iba a llegar a una inversión en los términos prohibiendo el empleo del español que, además, se insiste en llamarlo castellano para inculcar en el subconsciente la idea de que es una lengua ajena. Y a quienes nos empeñamos en seguir el axioma de explicar la historia «wie es eigentlich gewessen» se nos suele descalificar porque no estamos dispuestos a participar en esa inversión de valores. La ignorancia desempeña también un gran papel. Cuando yo he incurrido en el defecto de no aplicar el término dictadura a la forma de Estado aplicada por Franco, se me ha descalificado y también al grande y respetuoso organismo que intenta explicar, desde principios del siglo XVIII, esa realidad. Ni Cataluña es una nación ni los intentos que algunas veces se hicieron de operar por su cuenta han tenido para ella otra cosa que consecuencias muy lamentables. Acuérdense de 1464, de 1640, de 1702 y de 1934 y tomen buena nota. Unidos en el amor los españoles fuimos capaces de dar vida a esas naciones de América ante las cuales la propia señora Merkel ha tenido que rendirse, ya que son el futuro. Y si queremos conseguir algo en nuestros días tengamos muy presente el ejemplo de Alemania. En 1945 los vencedores trazaron un plan para dividirla en Estados autónomos o independientes. Pero la nación alemana supo resistir. Y ahora, queramos o no, tenemos que reconocer que Alemania ha vuelto a ser la cabeza de Europa. Probablemente un hecho ventajoso. Si los españoles reforzamos nuestra unidad podremos seguir sus pasos.
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