miércoles, 18 de octubre de 2017

RECUERDOS Y AÑORANZAS DE GRAZALEMA DE FRANCISCO CAMPUZANO

Finaliza el miércoles y es hora de cerrar la edición de SED VALIENTES con el tradicional y esperado artículo que en su día publicara en "Raíces de Grazalema" nuestro inolvidable Diego Martínez Salas.

Hoy toca lo más íntimo y profundo de este precioso pueblo con los "Recuerdos y añoranzas de  Grazalema de Francisco Campuzano" y que os tengo que reconoce es una auténtica delicia el leerlo.

Sirva la publicación de este artículo como agradecimiento y reivindicación de este sitio web creado por Diego que junto a unos leales amigos y colaboradores rescataron la historia, las tradiciones y la raíces de Grazalema para dejarlo escrito por siempre para que como es este caso con los años salga de nuevo a la luz.

Sirva esta publicación como homenaje perpetuo a nuestro querido y admirado Diego Martínez Salas asís como muestra de incondicional cariño y apoyo a su viuda, hijos, madre, familias, amigos, colaboradores así como al Pueblo de Grazalema y todos los grazalemeños sin excepción.

Recibid todos un abrazo con sabor a eternidad,

Jesús Rodríguez Arias 

raicesdegrazalema.wordpress.com

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Francisco Campuzano Mateos

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Considero obligado reconocer, que mi situación al día de hoy con respecto a los avanzados medios de comunicación, es similar a la de los analfabetos de hace setenta años.

 Sin embargo, gracias a la colaboración de mi hijo Paco y Diego Martínez Salas, me atreví no hace mucho a que éste colgara en Internet para Raíces de Grazalema, algo titulado “Recuerdos y Añoranzas de Grazalema”.

 Porque hasta ese momento en mi antigua Olivetti y la actual Brother eléctrica, yo solo había escrito unos folios dedicados a algún personaje político como Zapatero, a demostrar que Las Ventas, por el viento, no es la mejor plaza de toros para matadores de toros y ganaderos, y mayormente temas de caza.

Sobre mis perros y escopetas, anécdotas de mis antiguos compañeros de cacerías, como El Hormiga, Frasquirri y Jacinto o avistamientos y aguardos de tórtolas y torcaces.

Folios que, salvo algún hijo mío, ellos tres mis sobrinos José Mario y Manuel Mª, mis amigos Guillermo y Boni de Íllora, y alguien que mostró interés por conocerlos, ninguno otro ha leído.

Sin embargo, después de Recuerdos y Añoranzas de Grazalema, por los que me han felicitado, los que me dijeron que lo habían leído y sobre todo por el número de visitas a que dio lugar mi trabajo, han sido muchos los lectores; por lo que naturalmente quedé complacido.

Sin duda que aquella primera aparición se debió exclusiva y fundamenta1mente al cariño que siempre tuve a mi Pueblo.

En esta segunda colaboración, aparte de éste tengo otros dos motivos; el que por lo visto la primera gustara, y especialmente que Diego, a través de mi hijo Paco, me pidió que siguiera colaborando.

Aunque tengo que reconocer que en aquella ocasión, tan numerosos recuerdos y añoranzas fluyeron con espontánea facilidad, y sin ningún esfuerzo por mi parte, gracias a la lectura de tres colaboraciones, de otros tantos colegas y paisanos míos.

De ahí que ahora caiga en la cuenta de que, sin esa ayuda, me resulte más difícil escribir algo que resulte interesante y distraído a los posibles lectores.

Mas como además de Grazalemeños y “pringones” también esta es la tierra de los “apañaos”, que yo interpreto como personas que se desviven por hacerle la vida agradable a sus semejantes, eso me ha animado a continuar mi labor.

Y también, por supuesto, consecuentemente, por satisfacer los deseos de Diego, quiero con ánimo empezar mi segunda colaboración.

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El autor de estas líneas durante su infancia.

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Pasada recientemente la Fiesta del Toro de Cuerda, procede y me apetece contar algo sobre la actual; y especialmente de las de otros tiempos.

En todo el año ningún día como El Lunes del Toro, se congregan aquí más grazalemeños y oriundos de Grazalema.

Por otro lado, con el paso del tiempo, todo resulta mejor organizado; y el número de forasteros aumenta; viniendo cada vez más representantes de los pueblos donde se corren toros enmaromados.

Y muchas son las cosas que han cambiado para bien.

No obstante, yo echo de menos otras que antes tenían lugar.

Como la espera, durante la noche del domingo, de la llegada del Toro, ya que se ocultaba la hora, porque la presencia de gente en las calles no lo desmandara y volviera sobre sus pasos, entre copa y copa de aguardiente, oyendo intermitentemente los gritos de ¡ahora, ahora, ahora!

Y sobre todo el encanto de la traída del Toro por su pie, arropado por las más nobles y afables vacas, a juicio del Ganadero, y a ser posible por una torionda para que no le apeteciera abandonar la manada.

Resultaba agradable y emocionante contemplar, desde el interior de la reja de la casa, para no espantar el ganado, el paso de las reses, precedidas de Francisco Jarillo con su sombrero de ala ancha montado a caballo, y seguidas de sus hijos, su cuñado y Pepe, el hijo de éste, y otros ganaderos, como Benito, El Menea y alguno más que haya podido olvidar, con sus chivatas en la mano, recorriendo las principales calles del Pueblo, hasta desembocar en el Matadero.

Después de escribir esto del toro, casi me veo obligado a escribir cosas de mis tiempos de niño; por ser las que a mis años mejor recuerdo, y por enlazar con mi primera colaboración.

Por entonces los chaveas jugábamos en La Alameda al “Fuego de la Lata”; que por cierto me voy a morir sin saber a qué debía su nombre, ya que en dicho juego no existía fuego ni lata alguna.

Aunque por supuesto sí puedo explicar en qué consistía; había dos bandos.


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Llegada del toro de la Virgen del Carmen, con Francisco Jarillo y sus hombres.
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Los componentes de uno se colocaban en una fila, paralela a la fachada de la Aurora; mientras los del otro, a ser posible del mismo número de jugadores, lo hacían, de igual forma, en la parte de enfrente, próxima al Ayuntamiento.

Se trataba de pasar de una fila a otra, sin que ningún contrario lo impidiera.

Ganaba el bando que al final, cuando al contrario no le quedara ningún jugador, tuviera al menos uno.

Y si “a las luces encendías” tenían que irse todos a sus casas, el que en ese momento contara con mayor número de participantes.

Las carreras hasta alcanzar la fila contraria, eran más largas; porque entonces no había fuente ni estanque, sino unos bancos laterales, de piedra granulada, con dos pies verticales y otra horizontal en la que aparecía un anuncio de una Bodega de Jerez, cuyas letras estaban bordeadas por tiras de latón dorado.

También jugábamos a Los Correazos; juego bien fácil de entender; uno, al que le tocara, con una correa en la mano, corría detrás de los demás, persiguiéndolos con ahínco, para con ella sacudirle al que pillara cerca; era cuestión de darle a los pies tan rápido como cada cual podía.

A tenor de esto recuerdo a Pedro Jiménez, que vivía muy cerca de la calle Ronda, la que baja al Solar y que si no la han pavimentado recientemente, es la única que conserva el antiguo empedrado.

Era cojo, porque tenía una pierna más corta que otra; a pesar de lo cual les imprimía a ambas el movimiento acelerado de las locomotoras; por lo que cuando se lanzaba a todo trapo por la calleja de San Juan nos freía a correazos.

¡Cómo sacudía el cojo! ¡Hasta con la hebilla!

 ¡Y cómo no acordarme de cuando jugábamos a la pelota en el atrio de la iglesia!

 Para ello contábamos con la colaboración inestimable del párroco D. Juan Estrada Castro, ¡Qué cura tan bueno!

Muchas veces al estar paseando por el atrio, mientras leía el Breviario, al darse cuenta de que queríamos jugar, bien continuaba haciéndolo por fuera de las lanzas, bien tomaba la calleja que sale al Asomadero, y se iba a su casa para dejarnos libre el atrio.


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Don Juan Estrada, sacerdote de grato recuerdo con algunos de los monaguillos a los que hay que poner nombre.
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Aquellos partidos eran dignos de ver; yo me lo pasaba en grande viendo el ímpetu con que Andrés Chacón le entraba a Mariano Ruíz, a pesar de sus botas de “piel de hierro”, que le había hecho posiblemente como a mí, Esteban Heredia.

Por eso tal vez, cuando su equipo ganaba, Mariano, mirando eufórico al cierro de su casa que estaba enfrente, alborozado gritaba: ¡Tita Gertrudis, victoria, victoria!

Pero como no podía ser de otra forma en Grazalema, en verano jugábamos al toro de cuerda, más que a ningún otro juego.

En cada casa había al menos una cornamenta, para que los niños jugaran en la calle al toro. En la mía como éramos cinco varones, tres.

Y como entonces el Toro de la Virgen del Carmen se mataba en el matadero, algunos chaveas traíamos locos a nuestros padres para que a base de recomendación e influencia, nos consiguieran de Plácido o El Morito la cornamenta del de ese año.

Creo que fue en las vacaciones de 1.942, el primer año que fui a Los Salesianos de Ronda, cuando mi padre me la consiguió.

Lo primero que tuve que hacer fue buscar un sitio adecuado para enterrarla; para que ningún perro, que entonces había muchos sueltos por las calles, escarbando se la llevara, o me la robara otro niño.

En mi caso Ramona Ríos, muy amiga de mi familia, de mil amores me dejó la llave de su corral, que estaba al final de la calleja que bajaba al Montón para que allí la sepultara.

Porque Ramona nos quería mucho a todos los Campuzano; y más especialmente a mí; porque la visitaba más que ninguno, para que en el cubo de su pozo metiera la botella de cerveza La Cruz del Campo, que luego recogía muy fresquita poco antes de que mi padre volviera del Casino.

Hasta el punto de que alguna vez, más de una, cuando yo la acompañaba a algún sitio y alguna mujer que nos encontráramos por la calle, al referirse a mí dijera: ¡Vaya un niño malo! ella invariablemente le replicaba: Malo no es, es travieso.

Una vez enterrada la cornamenta ya empecé yo a pensar que pasados por lo menos quince días, para que los cuernos se desprendieran, tendría que sacarla.


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Plácido fue durante años el encargado de apuntillar al toro de la Virgen del Carmen. Hacia él se encaminaban la chiquilleria para conseguir el mayor trofeo de un niño de Grazalema, la cornamenta del Toro de Cuerda.
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Y que luego habría de llevársela a Candidito el carpintero, para que le pusiera un palo redondo con las puntas afiladas en el que se ajustaran las bases de los cuernos, que sujetaría, después de perforarlos debidamente, al palo con tornillos o puntillas, y le colocara, por la parte de delante una pieza de hierro para enganchar la soga.

Casi un mes ilusionado con esto y con que iba a tener la cornamenta más bonita y más bien hecha del Pueblo.

Y cuando con un escardillo fui a desenterrarla, resultó que no estaba donde la dejé; que alguno mayor que yo, o con una escalera, se la llevó; porque ni los perros ni los niños podían haber saltado aquella tapia.

¡Menudo berrinche que pillé! si bien no perdí la esperanza de hacerme con la del Toro de 1943.

 Sin embargo a Ramona le duró el disgusto hasta que volvimos al Colegio; era comprensible; sabía la ilusión que me habría hecho jugar con mis amigos con la cornamenta nueva, en vez de tener que seguir haciéndolo con la vieja de mi hermano Gabriel.

Por ampliar nuestra afición, ese año, más para abajo de la Casilla de La Luz, construimos una placita de toros aprovechando un llanete que rodeamos con una pared de piedras.

Allí sufrí yo mi primera cogida; mas bien un accidente taurino.

Trataba yo de pasar de muleta al que le tocó hacer de toro, con una enorme cornamenta, cuando éste, con fuerza e ímpetu inusitados, cogiéndome por el trasero, me echó por encima de la pared; viniendo al caer, a dar con la frente en un peñasco.

No me podía yo imaginar que de tal sitio del cuerpo, pudiera salir instantáneamente un chorro tieso de sangre.

Incorporado, con el pañuelo pude taponarlo; y con mi hermano Rafael, que también toreaba esa tarde, marchamos a casa.

Pero con un susto que no se me quitó hasta no ver a mi padre, sentado en su butaca de mimbre, en la casapuerta.


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El juego del toro de cuerda, es quizás el único juego antiguo que mantiene su vigencia.
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Porque mi padre, para que tuviéramos cuidado al jugar en Los Peñascos, nos tenía advertido que al que se rompiera una pierna, él le rompía la otra. Y ni siquiera me tranquilizaba que cabeza no tuviéramos más que una.

Después de esta nota de humor negro, solo tengo que añadir, ya en serio, que la cosa acabó con que D. Antonio Pérez el médico, me dio un par de puntos; y en mi frente quedó una pequeña cicatriz, que a veces, al verla en el espejo, me hace recordar mi afición taurina de otro tiempo.

Francisco Campuzano Mateos.

26 de Julio de 2.015

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