Es natural que las gentes protesten por los recortes, sobre todo si el tajo les rebana la extra de Navidad o les desmocha el sueldo. Lo anormal sería que los aceptasen con estoica resignación. Sin embargo, llama mucho la atención que la mayoría de las marchas y manifestaciones estén compuestas por empleados públicos, fijos o interinos, amén de la legión de liberados sindicales, que vienen a ser lo mismo, algo así como «funcionarios del sector privado». Es decir, por trabajadores cuyos sueldos se pagan con los impuestos de todos. Un día tras otro, por las calles procesiona airado e infatigable todo el escalafón administrativo: médicos, enfermeras, celadores, contables, maestros de instituto, docentes de primaria, profesores universitarios, jueces, fiscales, oficiales de juzgado, más contables, investigadores, becarios... Salvo los militares, que lo tienen prohibido por ley, no hay sector de la Administración o subvencionado con dinero público que no haya parado, marchado o gritado en señal de protesta. Están en su derecho, desde luego, pues cobrar del erario común no resta legitimidad a la reclamación.
Sin embargo, resulta llamativo que protagonicen el 90% de las manifestaciones, mientras el resto de los ciudadanos, ya trabajen o estén en paro, los observan con cierta perplejidad. Tal vez porque tener un puesto de trabajo fijo e inamovible es un lujo inalcanzable para la gran mayoría de los jóvenes o de los obreros mileuristas cuyas empresas pueden cerrar en cualquier momento. Pero es que además, el salario de los empleados públicos es un 30,8% superior al de la media de los trabajadores. Según los datos del INE, publicados hace unas semanas, el sueldo medio del funcionario es de 30.000 euros, frente a los 21.231 euros en el sector privado. La diferencia es apreciable, pero no sería justo concluir que la función pública está generosamente pagada. No lo está, ni mucho menos. Por su preparación, méritos y responsabilidades, a los empleados públicos no se les regala nada y se ganan el salario con toda justicia. No obstante, deben admitir también que en estos tiempos de tribulación disfrutan de grandes ventajas, entre ellas la más apreciada por todo asalariado y padre de familia: la seguridad. Trabajo seguro y sueldo seguro. Por eso verlos protestar día tras día, sobre todo cuando usan la reclamación salarial para dar lecciones ideológicas o para hacer partidismo ramplón, deja un regusto amargo en el resto de los contribuyentes, muchos de los cuales se cambiarían por ellos con los ojos cerrados. Que exista malestar entre los funcionarios es lógico, pero que sólo ellos copen las protestas resulta hiriente para millones de trabajadores que están en peores condiciones y pagan religiosamente sus impuestos.
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