La situación que vive la familia, en España y en el mundo, es de auténtico acoso. Las legislaciones que, siguiendo la ideología de género, la equiparan a otro tipo de uniones; la dureza de la crisis económica; la incapacidad que tienen muchos contemporáneos para asumir que en la vida lo normal es tener problemas y aprender a convivir con ellos sin hundirse; las separaciones que a veces conlleva el propio trabajo; todo esto, mezclado, da como resultado que la familia esté pasando una crisis como no se había visto nunca. El aumento de divorcios y la caída en el número de nuevos matrimonios son una prueba de ello.
Esta crisis pone en grave peligro la estabilidad social, pues la familia es la célula básica sobre la cual se edifica el resto del entramado social. La Iglesia, a veces en solitario y soportando persecución por ello, no se cansa de advertir lo peligroso de la situación y de reclamar a las autoridades competentes que hagan todo lo posible por ayudar a la familia, en lugar de contribuir a erosionarla.
Sin embargo, tenemos que preguntarnos si no podemos hacer algo más que una labor de denuncia profética. Junto a esto, es posible que lo que hoy haga más falta sea el «anuncio esperanzador». La denuncia, por sí sola, no basta. No es suficiente decirle al enfermo que está grave, si no se le indica a la vez la terapia adecuada. La Iglesia no puede limitarse a decir que las cosas van mal, ni siquiera a señalar cuáles son los motivos por los que van mal. Nuestra principal aportación no es el diagnóstico, sino la terapia. Y la terapia, nuestra terapia, es, ante todo y por encima de todo, Jesucristo.
Hace poco me contaban una anécdota que me pareció significativa. Varias personas que trabajan en distintas instituciones dedicadas a ayudar a las familias contaban la gravedad de la situación y hablaban de diferentes casos que se les presentaban. La hija de uno de los matrimonios, adolescente, andaba por allí y escuchaba la conversación sin entrar en ella. Hasta que se acercó al grupo y le dijo: «¿Es que vosotros no conocéis a ninguna familia normal?».
Las familias «normales» existen y son muchísimo más abundantes que el resto. Incluso aquellas que se han roto lo que desean en el fondo es volver a establecer esa familia «normal». Tenemos, pues, que ayudar a las familias a que no se rompan, a que sean capaces de enfrentarse a las tensiones que los empujan a la ruptura sin someterse a ellas. Y eso, repito, sólo Jesucristo lo puede lograr. Fue el Señor quien dijo: «Venid a mí los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré». Por eso, lo que hace falta es acercar a los hombres y mujeres a Dios, acercar las familias a Dios, y acercar Dios a las familias. Cuanta más espiritualidad haya, cuanto mayor sea la unión con Dios, más fuerza se tendrá para vencer las fortísimas presiones que empujan a la ruptura. Hace falta, pues, más oración personal y familiar, más comunión con la Palabra y con la Eucaristía, más participación en el sacramento de la penitencia, una mayor integración en comunidades parroquiales o ligadas a los distintos movimientos de espiritualidad. Ésta es nuestra terapia y es ahí donde debemos poner nuestro mayor esfuerzo.
Debemos también, naturalmente, seguir haciendo esta esforzada y poco grata labor de la «denuncia profética». Tenemos que reclamar a los gobiernos políticas activas a favor de la familia. Pero esto no será suficiente. Incluso si eso no mejorara, con Cristo se podría vencer cualquier adversidad. Si la familia es la medicina de la sociedad, Dios es la medicina de la familia.
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