28 de diciembre: festividad de los Santos Inocentes
Uno de tantos santos inocentes de hoy,
perseguidos, marginados...
La vida de Cristo empieza con un reguero de sangre. Y de la más inocente. Ante la escena de la huida de Cristo y la muerte de los pequeños betlemitas, un verdadero creyente no puede sentir otra cosa que miedo y vértigo. Es Mateo quien la cuenta con escueto dramatismo. En la noche, el ángel se apareció a José, le anunció que Herodes buscaba al niño para matarle y le ordenó partir hacia Egipto «hasta que yo te avise». La orden era desconcertante y, en apariencia, disparatada. José -comenta san Juan Crisóstomo- hubiera podido contestar al ángel: «Hace poco tú me decías que este niño salvaría a su pueblo. Ahora me dices que él no puede salvarse a sí mismo, que tenemos que emprender la fuga y expatriarnos a tierras lejanas. Todo esto es contrario a tu promesa». Nada de esto dijo José. En parte, porque era un hombre de obediencia, y en parte principalísima, porque estaba demasiado asustado como para ponerse a pensar y dialogar. Despertó a María, se vistieron precipitadamente aún medio dormidos, recogieron lo más imprescindible, se pusieron -despeinados y aterrados- en camino. Los hombres de nuestro siglo conocemos demasiado bien estas fugas nocturnas, este corazón agitado de los perseguidos que saben que, de un momento a otro, llegarán para llevárselos al paredón de fusilamiento.
Así huyeron, sin pararse a pensar, sin estudiar el camino que habrían de seguir, ni dónde podrían refugiarse. Sabían únicamente que tenían que poner distancia entre su hijo y Herodes, que había que alejarse de la ciudad.
Tampoco Herodes durmió bien aquella noche. Un recién nacido sólo es peligroso cuando se convierte en bandera de algo. Que Herodes tomase la decisión de asesinar a todos los recién nacidos de la comarca nos resulta hoy absolutamente inverosímil. Pero cosas como ésta ocurrieron demasiadas veces en la antigüedad -¿y acaso no siguen ocurriendo hoy?- para que la juzguemos imposible.
Los soldados cayeron sobre Belén como un huracán: arrancaron a los niños de los brazos de sus madres y ante el terror de éstas -que no entendían, que no podían entender- estrellaron las cabezas de sus pequeños contra las paredes, alancearon sus cuerpecitos, les abrieron en canal como corderillos. «¿Por qué?, ¿por qué?», gritaban las madres, que sentían más espanto que dolor. «Órdenes de Herodes», respondían los soldados que tampoco comprendían nada, que estaban, en el fondo, tan aterrados como las mismas madres. ¿Cuántos fueron los muertos? Péguy ha dedicado todo un libro a cantar el hermoso destino de estos pequeños: «Ellos, ellos solos, fueron arrebatados de la tierra/ antes de que hubieran entrado en la tierra y la tierra en ellos».
Aquellos niños no fueron manchados por nuestra sociedad de hombres. Pero las madres que aullaban ante sus cadáveres ¿no les hubieran preferido un poco más sucios, pero vivos?
Papini ha ido un poco más allá: «Hay un tremendo misterio en esta ofrenda sangrienta de los puros. Eran inocentes y han quedado inocentes para siempre». Aquí hay un poco más de luz, pero aún no suficiente. Desde luego, si yo hubiera tenido que elegir entre ser de los inocentes o ser de los asesinos, habría aceptado mil veces y gozoso la muerte.
El hombre de hoy -y esto es una bendición- no logra digerir la muerte de los inocentes (aunque quizá nunca han muerto tantos inocentes como en nuestros días. Basta con pensar en el aborto organizado). Y sufre al ver este comienzo horrible de la vida de quien era la Vida.
Parece preferible coger el misterio por los cuernos y atrevernos a decir que no entendemos nada. O mejor, atrevernos a reconocer que hemos entrado ya del todo en la vida de este Cristo que nos va a desconcertar en todas las esquinas. Cristo no es un resolvedor de enigmas, ni un proveedor de pomadas. No se entra en su vida como a una pastelería, dispuestos a hartarnos de dulzuras. Se entra en ella como en la tormenta, dispuestos a que nos agite, dispuestos a que ilumine el mundo como la luz de los relámpagos, vivísima, pero demasiado breve para que nuestros ojos terminen de contemplarlo y entenderlo todo. ¿Por qué no murió con ellos? ¿Por qué huyó? Podría haber muerto entonces. De haberlo hecho así, su redención no habría sido menos verdadera ni menos válida de lo que fue en la cruz. He de confesar que más de una vez me he imaginado ese Cristo muerto a los pocos meses en manos de un soldado de Herodes. Tendríamos que creer en él lo mismo que ahora creemos; aquella muerte nos hubiera salvado lo mismo que la que llegó treinta años después. Pero, ¿creeríamos? ¿Creeríamos en Jesús sin parábolas, sin milagros, sin resurrección?
Simplemente empezó a morir un poco más despacio, prolongando su muerte treinta y tres años. Por nosotros, para que entendiéramos. Ellos fueron, sin saberlo, los primeros mártires. Más aún: ellos fueron salvadores del Salvador, salvadores de quien engendra toda salvación.
José Luis Martín Descalzo
de Vida y misterio de Jesús de Nazaret (ed. Sígueme)
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