sábado, 29 de diciembre de 2012

HABLEMOS DE ISABEL; POR LUIS SUÁREZ.

La Razón



A muchos ha sorprendido la extraordinaria audiencia que la serie televisiva, bajo este nombre ha conseguido atraer. ¿Por qué? No es necesario recurrir a inventos novelados para que la trayectoria humana de esa mujer, la primera que pudo reinar en nombre propio y no por recibir los poderes de un varón, resulte absolutamente deslumbrante. Ahora se prepara la segunda etapa en la serie. No voy a entrar en un tema que se queda fuera de mi preparación y competencia, el de lograr una serie televisiva que despierte el aplauso. Pero sí me parece que cumplo con mi deber hacia esa Reina, a la que tanto debo en el curso de mis investigaciones y cuya conducta, en muchos casos, me ha resultado ejemplar. Su cabello, sus ojos y su figura nos traen el recuerdo de la casa de Lancaster por su doble vía de procedencia. Y esto, junto a la educación portuguesa, es un ejemplo.
Isabel pasó en Arévalo sus primeros años, junto a su hermano Alfonso y al lado de una madre que iba perdiendo la razón. Pero allí le alcanzaron tres dimensiones que forman su persona: el sentido del ahorro, impuesto por la escasez de medios que se proporcionaban a su familia, la educación católica a manos de Beatriz de Silva, la de las concepcionistas, y de fray Martín de Córdoba que le dedicó el «Jardín de las nobles doncellas», y la herencia política de don Álvaro de Luna que venía a través de sus dos hombres de confianza Cárdenas y Chacón. De ahí uno de los gestos esenciales: sacar las cenizas del condestable del mísero sepulcro vallisoletano y llevarlas a esa magnífica capilla que para él se levantó en la catedral de Toledo. Ahí estaba la idea esencial: hacer de la Monarquía garantía de la libertad y dotarla de aquellas leyes fundamentales nacidas de las propias Cortes (Toledo 1480) que hoy tendríamos que calificar de Constitución.
De todos los lugares del reino había uno que le atraía con fuerza: Guadalupe. No nos extrañe que este nombre resuene ahora en México, atrayendo peregrinos en número incontable. En aquel rico cenobio de tierras extremeñas ella se hizo preparar una celda a la que se retiraba de cuando en cuando: por la ventana contemplaba el altar mayor asistiendo a la misa; tras él se hallaban custodiados los restos de su hermano Enrique recordándole que también los reyes tienen que morir. Aquí se toman las decisiones de la libertad: una ley reconocía que si en algún rincón perdido de sus reinos subsistía alguna reliquia de servidumbre esta debía ser borrada. Su joven capitán, Jorge Manrique, que es el último caído en una guerra interior, supo decirlo con palabras que no deberíamos olvidar: «Al rey la hacienda y la vida se deben dar, pero el honor es testimonio del alma, y el alma sólo es de Dios». Libertad, pues, con vida y trabajo, que son los tres derechos naturales que sus coetáneos salmantinos estaban ya definiendo como derecho de gentes. Y en su horas finales el pensamiento de la reina vuela hacia América, angustiada por algunos abusos que se cometieran, y recuerda a sus sucesores que también los indios son libres, como hijos de Dios. Quedaba en Cataluña un fuerte vínculo de servidumbre los llamados «payeses de remensa». Parecía cerrarse en ellos un círculo vicioso, pues si se les daba la libertad perdían la tierra sobre la que vivían. Isabel, con las tijeras de Guadalupe cortó la liga. Los payeses fueron declarados libres y también dueños de sus tierras, indemnizando con cierta cuota a sus antiguos amos, pagándola en pequeñas anualidades. Y también la moral. Nunca una contienda como la Guerra de Sucesión de 1475 a 1478 fue cerrada con ausencia de represalias. Pero Isabel y Fernando dispusieron que incluso las propiedades ilegítimas que debían ser restauradas, entre ellas las de la propia madre de la reina, tendrían que ser compensadas en forma tal que el castigo «fuese más motivo de elogio que de rencor». Así lo explicaría Fernando al rey de Portugal. Incluyendo a Juana, cuya legitimidad con todo acierto se negaba, y que nunca fue calificada de «Beltraneja» sino de «hija de la reina» se ofrecieron compensaciones que ella rechazó en un gesto de dignidad, evitando ser objeto de negociación. En momentos especialmente difíciles era capaz de influir en su marido. Decisiva fue su intervención en el caso de Colón. Todos, incluso el rey, estaban convencidos de que las ofertas del genovés eran locura; ¿Cómo con los medios de entonces, iba a poder alcanzarse la costa de China? La intuición femenina entró en juego: no era posible saber si en ese mar inmenso no existían islas como Canarias o Azores a cuyos oradores debía transmitirse el bien supremo de la fe. Hay, sobre todo, un punto en el que se debe insistir. El matrimonio de Isabel y Fernando fue político. Y, sin embargo, derivó hacia un amor profundo que ambos expresaron en términos dolientes al llegar el término de su vida. «El mejor rey de España» y el «mayor regalo que he recibido de Dios», dijo ella. Y explicó él que «al perderla, perdí yo y perdieron estos reinos» mas de lo que es posible imaginar. Un día Carmen Manso, eminente funcionaria de la Academia de la Historia, descubrió la única carta escrita directamente por el rey y dirigida su esposa. Es una carta de amor, ciertamente, pero no entre jóvenes sino en el momento en que ambos doblaban la cumbre de los cincuenta años. Así es el profundo sentimiento que los documentos nos transmiten. Pero la opinión moderna tiene que reconocer en ella dos faltas capitales. Mujer, antes que reina, que no podía como Santa Juana de Arco, ceñirse la armadura para arrojar a los ingleses de su tierra, tuvo empeño en conseguir dos cosas. Una la unidad de España, haciendo extensiva a la Península la fórmula de la Corona del Casal d'Aragó. Otra hacer de la Monarquía un vehículo del catolicismo que obliga al Estado a someterse a las leyes morales que la Iglesia custodia. Hoy, desde el masismo (perdonen la neología) o desde el laicismo se trata, desde luego, de pecados que no pueden ser perdonados. Pero en la gente común y sin prejuicios el nombre de Isabel seguirá despertando los nobles ecos que en su tiempo ya tuvo.

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