Redacción (Jueves, 27-12-2012, Gaudium Press) Entremos en una cierta gruta y allí veremos un Niño adorado por su Madre Santísima y San José, reunidos en familia, ofreciendo más gloria a Dios que toda la humanidad idólatra, y hasta incluso más que los propios ángeles del Cielo en su totalidad. Ya en su nacimiento, en un simple pesebre, aquel Divino Infante reparaba los delirios de gloria egoísta codiciosamente buscada por los pecadores. Él se encarnaba para hacer la voluntad del Padre y, así, darnos el perfectísimo ejemplo de vida.
Ningún pensamiento, deseo, palabra o acción surgida de su alma divinamente santa tendrá otro fin que no sea el de glorificar al Padre, a quien todo consagró desde el primer instante. No tardarán muchos siglos, después de aquella Navidad, para que los altares de los falsos dioses fuesen arrasados, los ídolos quebrados, los templos paganos destruidos -o convertidos en santuarios- y los propios demonios se callaran. Sí, aquel Niño nacido en una gruta revertirá el trabajo realizado por Satanás durante milenios, y la Roma pagana será la sede del Cristianismo; transformada en la Ciudad Eterna, dentro de ¬sus murallas, sobre una piedra inamovible, se establecerá hasta el fin de los tiempos una infalible cátedra de la moral y de la verdad.
Por Monseñor João S. Clá Dias, EP.
No hay comentarios:
Publicar un comentario