LA TRIBUNA
RAFAEL ZORNOZA BOY | ACTUALIZADO 24.12.2012 - 06:55
Cuando nace la vida
NO puede haber lugar para la tristeza cuando nace la Vida (San León Magno, Homilía 1 de la Natividad). Es una experiencia que todos hemos tenido. El nacimiento de un niño -aún en las circunstancias más penosas- llena la casa de alegría. No hay riqueza mayor que esa vida que comienza. Su misma existencia es una especie de promesa, de esperanza: ¿qué será de este niño? Se podría decir que la gran novela de la historia humana nunca está escrita del todo -los cristianos no creemos en el Destino- porque cada nueva persona tiene que escribir su parte. El Santo Padre lo decía con estas palabras en su encíclica sobre la esperanza: La libertad es una conquista que cada hombre y cada generación deben protagonizar. Cada generación tiene que ofrecer su propia aportación a la historia. La historia ha dejado de ser interesante para muchos.
La saturación del mensaje marxista sobre el progreso dialéctico ineludible ha resultado un empacho. La caída de las ideologías que prometían un futuro necesariamente mejor ha dejado paso al desencanto del carpe diem que -como ya lo fuera en el tiempo en que se forjó la expresión latina- es signo de decadencia. Cuando no hay pasado del que aprender ni futuro interesante por el que luchar el presente es un lugar meramente circunstancial. Como dice el poeta Jose Luis Borges: El presente está solo. La memoria erige el tiempo. Sucesión y engaño es la rutina del reloj. El año no es menos vano que la vana historia (poema El instante).
Y sin embargo el corazón del hombre no puede dejar de esperar. De ilusionarse ante una nueva vida, incluso de un nuevo año. ¿Por qué? ¿De dónde esperar que llegue lo que tanto anhelamos pero no podemos darnos? Cansados de viejas novedades ¿Hay algo verdaderamente nuevo que pueda cambiar la historia y la intrahistoria -como le gustaba llamar a Unamuno a cada una de nuestra vidas- algo tan verdadero que no cambie en cada generación, algo tan dinámico que cada época lo viva como una auténtica fuerza revolucionadora?
La Navidad -algunos están cansados de escucharlo- es un tiempo de ilusión. Para muchos, estas luces de mentira, colgadas sobre el vacío, no anuncian nada; peor aún, juegan a estimular el degradante comercio de la compra venta de esperanzas. No les falta razón. La ausencia de motivos religiosos en las luces navideñas de nuestras calles y su sustitución por formas geométricas sin ningún significado habla por sí sola. ¿Qué celebramos realmente? ¿Las fiestas de invierno? Los cristianos celebramos otra cosa. Son cada vez más los que venciendo los respetos humanos bendicen a Dios al comenzar la cena y se levantan de ella para ir a la Misa del Gallo, la de medianoche. ¿Por qué por la noche y no antes?
Porque la noche es el momento del silencio y la espera. Porque la misma historia es como un larga noche en la que ha empezado a despuntar el día, aunque dicen que nunca hace más frío que justo antes de que salga el sol. Nosotros hemos experimentado que la vida tiene sentido, que las luces, el árbol, los dulces, la cena, tienen sentido, incluso para quien en estos días no tenga la familia cerca, porque lo que celebramos es justamente eso: que no estamos solos, que pertenecemos a Aquel que nos ha puesto en la existencia y no se ha desentendido de ella a pesar de nuestra rebeldía.
Y el signo de este Amor del que procedemos y hacia el que caminamos -éste es el sentido de la historia y de la vida- es un frágil niño, un hombre débil, un hermano que tendrá que luchar, sufrir, llorar y reír, morir como todos nosotros, pero cuya vida llena de amor, vivida como un gran "Sí" al Padre reparará nuestras rebeldías de hijos que huyeron de casa y ahora, en cada Navidad, sienten nostalgia del hogar perdido, una nostalgia que aunque duela es signo de aquello para lo que estamos hechos. Pues, incluso la tristeza tiene sentido.
Es la alerta del corazón que reclama algo. Alguien, una vida sin muerte, una fiesta sin fin, una comunión eterna. Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que palparon nuestras manos os lo anunciamos: la Vida se ha manifestado y nosotros la hemos visto y os damos testimonio (1 Jn 1, 1-2).
Es la Vida que sostiene toda vida y que lleva en su débil humanidad la esperanza del mundo, la vuelta a casa, la promesa cierta de un futuro bueno, de la cual los cristianos -débiles como Él- somos portadores y testigos. Dios, la fuente de la Vida, yace en el suelo hecho hombre. Y la tierra que le sostiene germina. No dejemos de celebrarlo pues. No hay lugar para la tristeza cuando nace la Vida.
Feliz Navidad.
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