Dos cuentos se entremezclan en mi melancólica memoria de los ayeres. «La Bella Durmiente del Bosque» y «Blancanieves». No recuerdo el motivo del sopor profundo que dominó a la Bella Durmiente. Sí, en cambio, puedo certificar las causas del desfallecimiento y posterior letargo de Blancanieves, que tanto entristeció a los Siete Enanitos, Gruñón incluido. El caso es que la Reina, celosa de la belleza de Blancanieves, envenenó una manzana, se disfrazó de bruja bondadosa, y sorprendió inesperadamente a la pobre chica, la cual, inocente y cándida, procedió a morder la fruta emponzoñada y quedó tendida en la cocina de la casita del bosque, el hogar de los diminutos mineros. No continúo porque me asalta la emoción y soy de lágrima fácil.
Los encerrados echaron de menos al Bello Durmiente de Parla cuando la noche cerrada dio paso a un paisaje de entreluces. Maru Menéndez, que era la princesa elegida para despertar al Bello Durmiente con un dulce ósculo en los labios, disculpó a Gómez ante los sanitarios ahí reunidos. –Ha estado toda la noche trabajando para vuestra causa–. Emoción de muy complicada contención. Poco a poco, según testigos, se fue acercando un coche con los faros encendidos, como establece Tráfico para circular con visibilidad escasa. En ese aspecto, el Bello Durmiente de Parla es un ciudadano ejemplar, y me honra reconocerlo. Faros y velocidad autorizada. Eran las 8:15 de la mañana cuando Tomás Gómez ingresó de nuevo en la sede de la Asamblea de Madrid. Había despertado del sueño ponzoñoso. Y ahí estaba, sonriente, limpio y perfectamente afeitado. Olía a lavanda. Ya lo dijo en el siglo XIX el marqués de Montesol en su libro «Urbanidad y Ejemplo de los Prohombres», obra que recomiendo. «Todo gran prohombre tiene/ la obligación de cuidar/ con mucho esmero su higiene». Y aquí termina el hermoso relato que narra la noche del Bello Durmiente de Parla. Me pinchan y no sangro.
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