martes, 28 de enero de 2014

ANUNCIAMOS LO QUE HEMOS VISTO.

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testigos
Se dice a menudo que los ojos son el espejo del alma. Nosotros mismos podemos comprobarlo y, de hecho, lo hacemos habitualmente. Es suficiente con mirar a alguien a los ojos para saber –o, como mínimo, para intuir– qué es lo que se mueve en su interior. En este sentido, se dice que una persona tiene una “mirada limpia” si con ella transmite bondad, felicidad o confianza. Por desgracia, hablamos también de “miradas sucias” si estas transmiten rencor, envidia, orgullo e, incluso, odio.
Los ojos, por supuesto, no solo expresan lo que hay en nosotros, sino que, ante todo, nos permiten mirar, ver, observar o, todavía más, contemplar. Son muchas –quizá demasiadas– las cosas que vemos… y no siempre agradables. Sin embargo, la vida está también llena de cosas admirables: hechos insólitos, conmovedores, interpelantes, sorprendentes. Hechos que son capaces de cambiar nuestra existencia para siempre.
Y precisamente esta admiración es la reacción que provoca Jesús a todo aquel que lo ve con “mirada limpia”, es decir, con un corazón capaz de ir más allá, capaz de dejarse sorprender. Esta fascinación suscitada por Jesús aparece varias veces en el Evangelio: «La gente decía admirada: “Nunca se ha visto en Israel cosa igual”» (Mateo 9,33; Marcos 2,12). Ver a Jesús y dejarse maravillar por él cambia toda la vida. La admiración mueve el corazón con la fuerza de un huracán. Y ahí precisamente, en esa fuerza, nace la pasión del testigo.
El testigo es aquel que ha visto, que puede dar testimonio porque lo que cuenta no le ha venido de oídas, sino porque él mismo ha presenciado una maravilla, algo digno de ser transmitido o, por qué no, gritado. Y cuanto mayor es el acontecimiento, mayor es la fuerza del testigo. De ahí que aquellos que vieron al Hijo de Dios hecho hombre o, todavía más, resucitado, no puedan dejar de hablar de lo que han visto y oído: así se expresan de una manera única Pedro y Juan al ser recriminados por su testimonio en favor de Jesús (Hechos 4,20).
Pues bien, los sacerdotes son, ante todo, testigos: un día se encontraron con el Señor, es decir, que lo experimentaron admirados. Y no se lo guardaron para sí mismos, sino que lo llevaron a los demás en la entrega de sus vidas a Él. Que el Señor nos haga siempre testigos creíbles de la Buena Noticia del Evangelio y que nos mueva a  exclamar, tras habernos encontrado con el Señor, que no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído.

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