miércoles, 31 de julio de 2013

SANTIAGO DE COMPOSTELA Y RÍO.

La Razón



El jueves pasado celebramos la fiesta de Santiago Apóstol, Patrono de España. Ante este hecho y ante todo lo que hemos podido ver y oír de lo acaecido entre los cientos de miles de jóvenes en la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro he hecho las siguientes reflexiones que se las ofrezco a cuantos quieran pararse unos minutos y leerlas. Santiago, lo que nos trajo a España, lo más grande de nosotros, que nos ha llevado a las gestas más grandes de nuestra historia, lo que hemos visto en Río, la luz que, desde allí, ha iluminado a toda la tierra, tiene un único fundamento: Jesucristo, la fe en Jesucristo, en quien está la esperanza. ¡No ha muerto, vive! Nunca nos ha dejado ni nos deja en la estacada; en Él se nos ofrece y otorga una Luz que no se extingue, que trae hoy y siempre esperanza y alegría y abre nuevos horizontes para una humanidad que tanto los necesita.
Es cierto que hoy, como en su tiempo histórico, muchos no se dan cuenta de quién es y de que está con nosotros, que lo ignoran y hasta, tal vez, desprecian por no conocerlo o no conocerlo bien (¡si supieran lo que se pierden!); son muchos, en efecto, lo vemos entre conocidos y amigos que no le conocen, que no conocen este único rostro humano de Dios que es Amor insondable, sin límites, y hasta les puede resultar molesto e inútil para este mundo y esta historia humana tan complicada. Pero Jesús, en medio nuestro, –por Él directamente que actúa o a través de sus testigos– sigue mostrándonos el rostro de Dios que envía al mundo a su Hijo, a Jesús mismo, porque ama a los hombres; lo envía no para condenar el mundo, sino para que se salve por Él.
Muchos hombres, muchos jóvenes, buscan y piensan que la salvación y la felicidad del hombre está en el placer, en el bienestar a toda costa, en la libertad sin límite alguno, en el sexo, en la afirmación de sí mismo sin Dios, en el poder y el tener contrarios a Dios, en el imponer la propia voluntad sobre la de las otras, en el egotismo de quien se cierra en su propia carne. Lo siento, pero se equivocan. Ahí no está la salvación, ahí no hay futuro, ni esperanza posible; buscan caminos por caminos errados que no conducen a ninguna parte. Algunos ni siquiera ya buscan.
Muchos, lo estamos viendo, dicen como aquella escena del discurso de Jesús sobre el Pan de Vida: «Es difícil aceptar lo que dice y hace» Jesús; y lo dejaron. Entonces Jesús les dijo a sus amigos, a sus discípulos: «¿vosotros también queréis marcharos?». Y Pedro –siempre Pedro y con Pedro, hoy el Papa– en nombre de los otros, de los Doce, le responde: «¿A quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna».
Es cierto, y es lo que hemos visto y oído en esos miles y miles de jóvenes, millones, reunidos en Río, con tantas dificultades, peripecias y no pocas incomodidades: «¿Cómo vamos a dejar a Jesús, si sólo Él tiene palabras de vida eterna, si sólo Él llena y sacia, si sólo Él llena con la felicidad, con la dicha, de ser amado hasta el extremo como sólo Dios es capaz?». Aquellos jóvenes nos han dicho, de mil maneras y formas: «No dejaremos a Jesús nunca». Y, gracias a la fe recibida de los Apóstoles, de Santiago, en la Iglesia que es una, y con la ayuda de Dios, confieso sin ningún pudor y contada alegría que quisiera compartir con todos: «tampoco yo dejaré a Jesús nunca; ¿a dónde iré sin Él?; sólo Él llena de luz y de esperanza, y te desborda con un amor que en ningún otro se puede hallar».
Con la certeza que he recibido de otros, de Santiago Apóstol, «el Mayor», y de tantos y tantos a lo largo de la historia, verdaderos testigos, en Él se encuentra el mayor tesoro que podemos encontrar, nada ni nadie se le puede comparar, ni nada ni nadie puede ofrecemos otro, ni otra fuerza, ni otra riqueza, ni otra palabra que Él mismo, en cuyo nombre, aunque estemos postrados, podemos ponernos en pie y caminar hacia la realidad nueva de una nueva humanidad que Él mismo ha abierto y posibilitado. Con el mismo ardor que el «hijo del trueno» –Santiago, hermano de Juan, hijo de Zabedeo– y con su misma sencillez y humildad, con el mismo gozo de quien ofrece lo mejor que puede ofrecer a los demás, mis hermanos, particularmente a los jóvenes, quisiera decir e invitar a probar y decidirse de verdad, sin miedo, a seguir a Jesús, a identificarse con Él, a recorrer la misma aventura que Él y con Él –la de las Bienaventuranzas–, y verán que no defrauda en absoluto, todo lo contrario, que algo sucede en ellos que no esperaban y que ensancha el corazón y las ganas de vivir inimaginables, su verdadera ilusión, sus miras, su solidaridad, su esperanza hasta límites insospechados. Acercarse a Jesús y se probará algo que ni siquiera uno es capaz de imaginarse.
Acudiendo a Jesús todos encontraremos a Dios, y nos encontraremos a nosotros mismos, y sabremos dónde está nuestro hermano, sobre todo el que sufre, pasa hambre, tiene sed, no tiene techo, está privado de libertad o enfermo, porque con él se identifica y en el se le encuentra al mismo Jesús. Todo cambia cuando se le sigue. Cuando uno se encuentra con Jesús y le sigue, se encuentra también con los demás, no pasa de largo del que está tirado a la cuneta después e herido y robado, la vida se llena de sentido, se encarga de esperanza, y se siente uno con fuerzas y capaz de abrir caminos de amor en el mundo.
Jesús, –lo digo con toda libertad, sencillez, y alegría– llama a todos, invita, con gran respeto a la libertad de cada, a seguirle: en Él encontraremos lo que buscamos, y mucho más. Necesitamos de Jesucristo para recorrer los caminos de la vida; Él, a su vez, también ha querido necesitar de nosotros, para que los hombres descubran el gozo de hallar el tesoro escondido que puede colmar todas las aspiraciones más grandes, más nobles, y más gozosas del corazón humano. Hoy y siempre escuchamos su suave y estimulante llamada: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré. Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón».

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