domingo, 31 de marzo de 2019

VILLANCICOS EN JUNIO EN LA UCI DE NEONATOS




Diana Comas, Premio Bárbara Castro a un Corazón de Madre de la Universidad CEU San Pablo, se enfrentó a un cáncer tras pasar un año en el hospital con su hijo Sancho, que nació pesando poco más de 700 gramos. La fe fue le dio fuerzas. Ahora le pide a Dios «una tregua»
«Corazones ok». Diana Comas mandaba este mensaje cada día a su marido, durante las tres semanas que estuvo ingresada en el hospital de La Paz intentando evitar un parto prematuro para el que sus mellizos no estaban preparados. Luis y ella habían esperado a esos niños desde que se casaron cinco años antes, en 2009. «Como tardaban, yo rezaba y le pedía a Dios que me enviara algún hijo. Le prometí que si venía malito, lo cuidaría».
Llegó el embarazo. Todo iba bien hasta la semana 25, cuando Diana tuvo una amenaza de parto prematuro. «Una ginecóloga amiga mía me dijo con todo su amor que el niño no crecía y era probable que su corazón se apagara. Era inviable hacer una cesárea porque seguramente morirían los dos. Fue muy doloroso». Pero los diminutos corazones continuaban latiendo, y Diana estaba dispuesta a aguantar, tumbada e inmóvil, el tiempo que hiciera falta. Hasta que tres semanas después rompió aguas y los niños nacieron: Sancho con 752 gramos y Almudena con 960.
«Se paró el tiempo para nosotros», recuerda su madre. Durante casi un año desde ese 17 de diciembre de 2014, la vida del matrimonio giró en torno a la UCI de neonatos. Almudena evolucionó bien y en tres meses le dieron el alta. Pero Sancho tuvo que sobreponerse a un vía crucis de complicaciones: una hemorragia e infecciones cerebrales, 14 operaciones… «Nos decían que tendría parálisis, ceguera… Pero yo le miraba lo poco que se le veía de la carita, y veía fuerza en sus ojos».
Diana recogió el lunes el Premio Bárbara Castro a un Corazón de Madre, de la Universidad CEU San Pablo. Compartió acto con Jaime Mayor Oreja, presidente de la Federación Europea One of Us, premiado por su «defensa pública de la vida». La candidatura de Diana la presentaron su hermana y su cuñado, subrayando la fuerza y el ánimo que mantuvo esos largos meses. Pero ella reconoce que «nos sentíamos con el agua al cuello; vivíamos minuto a minuto». Como Almudena estaba ya en casa y Luis trabajaba, la madre de Diana se fue a vivir con ellos y contrataron a una persona en casa.
«Íbamos a casa como zombis, a comer algo y desplomarnos, sin saber qué nos encontraríamos al día siguiente: un paso adelante, un paso atrás… Pedía: “Virgencita, cuídamelo”». Sí reconoce que «todos los días entraba en la UCI con unas ganas locas de hablarle y animarle. Como no estábamos muy puestos en canciones infantiles, ¡ahí estaba yo, cantando villancicos en junio! Igual de lícito hubiera sido encerrarme y llorar. Pero recibí de fuera una fuerza superior a mí. Pedimos mucha ayuda. Tiempo después, algunas personas me han parado por la calle para preguntarme si era la madre de Sancho y me han dicho que habían rezado por nosotros».
Toda la familia junta, el verano pasado. Foto: Diana Comas
A urgencias después de quimio
Sancho llegó a casa en noviembre con menos secuelas de las previstas. Diana pudo permitirse dejar de trabajar gracias a la prestación por cuidado de menores con enfermedades graves aprobada en 2010, y gracias a mucha estimulación y terapias el pequeño empezó a andar con 3 años. También ve, al menos algo. «Y es súpervaliente; si ve una pelota, allá que se va. Se ríe de cosas graciosas, tiene picardía… Nos da muchas alegrías». Todavía no habla, y les han advertido de que seguramente tenga discapacidad intelectual. Además, cada vez que se acatarra «cae en picado y necesita oxígeno. Pero nosotros confiamos en Dios, en la Virgen, en él y en los terapeutas. Queremos que sea él el que nos demuestre que no puede hacer algo». Su hermana, Almudena, «piensa que es más pequeño que ella. Le explicamos que simplemente nació muy malito. Es lista como un ratón, y ahora intenta enseñarle palabras. Tienen una relación muy bonita».
Diana recuerda cómo, en el hospital con Sancho, «pedía a Dios que ya no tuvieran que operarle más de la cabeza. Que lo que le tuviera que pasar a él me lo enviara a mí». Funcionó. Cuando el niño ya estaba en casa y todos intentaban adaptarse al nuevo ritmo («aún no habíamos levantado cabeza»), llegó otro golpe en una revisión rutinaria de unos quistes en su pecho: «Cáncer. ¡Qué horror! Es como si te dijeran que vas a tener que subir una montaña imposible. El día antes de empezar la quimioterapia le decía a un sacerdote: “Es que no quiero esta cruz”. “Cómo vas a quererla”, respondió. Pero poco a poco la he ido limpiando, haciéndola pequeñita, haciéndola mía».
Ya ha terminado el tratamiento, pero alguna vez tuvo que pedir que la llevaran a urgencias con Sancho nada más salir de una sesión de quimioterapia. Ella le quita importancia: «Cuando eso es tu rutina…». Siente sobre todo no haber podido atender bien a los niños ese tiempo. «Pero en la vida nadie se va de rositas. Hay veces que la gente no puede con dificultades pequeñas, y otras veces vienen las grandes y sí recibes esa fuerza. Igual que con Sancho pedimos muchas oraciones, ahora he tenido mucho que ofrecer. Y, de verdad, el sufrimiento tiene algo bonito, porque te quedas sin escudos y solamente puedes confiar. Yo me siento muy acompañada por mis amigos, por la Virgen y por Dios. Sé que nada que me pase será malo». Eso sí, «como Dios escucha mis oraciones (también le pedí ser de utilidad y ahora llega este premio)… ¡sí que le estoy pidiendo que nos dé una tregua!».
María Martínez López

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