DE un tiempo a esta parte se
habla con frecuencia de la desafección de la gente por la política; de que se
manifestará en un aumento de la abstención. Parece muy posible que sea así. Sin
embargo, no cunda el pánico: hay quienes ven en los partidos emergentes una
novedad y una esperanza, por eso están dispuestos a darles su apoyo. Otros se
movilizarán, tapándose las narices, para evitar lo peor. Y habrá quienes se
mantengan en su rebeldía, desilusionados, hartos a la par que resistentes,
quedándose en casa, a pesar del machaqueo permanente de los medios llamando a
participar, no obstante haber comentado una y otra vez la desolación del
panorama político y las agudas deficiencias de sus administradores. Insisto, no
cunda el pánico, es el sistema menos malo, no hay alternativa válida, y aunque
votase sólo un 10% de los ciudadanos, nos seguiría saliendo un nuevo Parlamento
con su reparto de escaños y sus correspondientes representaciones políticas.
Más aún, el voto de la abstención afectará positivamente a quienes no se quiso
apoyar. Es la desazonadora paradoja del sistema.
¿Por qué somos tantos los que, interesándonos la cosa pública, rechazamos
entrar en las formaciones políticas? Reconocemos que la preocupación por el
país, por nuestros conciudadanos, por el bien común, merecen sacrificios. Es el
sentido noble de la política, nunca del todo olvidado. El que quizás atrajo al
principio a no pocos a la misma. Pero a la postre, la intención inicial termina
generalmente anegada por la perversión del propio sistema.
La militancia en un partido rara vez se compadece con la búsqueda de la verdad,
de la objetividad, que debiera caracterizar tanto el quehacer propio como del
adversario. Más bien parece repelerla. Y si tu propósito es ese, salvo que
tengas vocación de mártir y prefieras la marginación disimulada o la muerte
política, tus resultados serán pobres. Una vez que se entra bajo unas siglas, o
te conviertes en un optimista mal informado, terminas por creerte tus propias
mentiras, acudes a la teoría del mal menor que casi todo lo justifica o,
simplemente, aspiras al testimonio. Y es que el sistema más parece favorecer la
praxis de la parcialidad voluntariamente asumida, ahíta de mentiras, que la
colaboración honesta con los demás en la búsqueda de lo mejor para la mayoría,
sobre todo si militan en el partido contrario. Porque aceptar esto significaría
que el adversario político puede llevar razón o estar, incluso, más acertado
que uno mismo.
Pero como la lógica del juego político, tal como se practica, exige su rechazo,
su ridiculización, cerrar filas con las posiciones de mi partido y atacar, de
mala manera a veces, lo mejor es creerme mis propios engaños. O mis promesas, a
sabiendas de que no podré cumplirlas. !Cuán difícil resulta procurar aquí una
labor de discernimiento, que busque las razones del otro, pueda llegar a
aceptarlas, si preciso fuera, rectificando las propias! Si de lo que se trata
es de quedar por encima del contrincante, ganarle a votos, quitarle poder para
que lo ganen los míos, y consiento encima en el pragmatismo como valor supremo,
lo que debo hacer es justamente eso: buscar lo que separa, difamar si es
preciso, mentir, con tal de que aquel quede siempre por debajo, vencido. Eso
sí, guardando a ser posible las formas.
Mas tampoco se puede dejar de mirar hacia el hipotético electorado. La
tentación es decirle lo que desea oír, aunque no sea lo que convenga. Y llegada
la hora todo serán cábalas, intentando saber lo que aquel ha querido decir
cuando votó. Por tanto, erigiéndose cada partido en intérprete a su
conveniencia de lo que no deja de ser sino la expresión abstracta, con
frecuencia incoherente, de una suma de propósitos individuales diversos y
contrapuestos, con frecuencia dirigidos en última instancia a quitar a una
formación o al dirigente que se odia el acceso al gobierno, por las más
peregrinas razones.
Así pues, salvo que te halles cogido por el compromiso, te sobre tiempo o te
pongas el mundo por montera, se entiende que nos resulte tan aburrido, tan
triste, escuchar un día tras otro las malicias, los infantilismos, las
renuncias a la razón y al sentido común, la retórica hueca de la mayor parte de
nuestros líderes, especialmente en períodos electorales, lanzados como niños a
alcanzar el caramelo sabroso que apetecen. Solo que aquí el caramelo es el
futuro de muchos, incluidos quienes no entran en el juego.
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