miércoles, 26 de febrero de 2014

MÁS ALLÁ DE LO ÚTIL.

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Padre Carlos Padilla
 
Vivimos ensimismados pensando en lo que nos conviene. Las cosas y las personas nos parecen útiles o innecesarias. Justamente hace unos días recordábamos a Onésimo. San Pablo habla de él como aquel esclavo convertido a Cristo en la cárcel. Su nombre significa «útil». Hace un juego de palabras: «En otro tiempo te fue inútil, pero ahora muy útil para ti y para mí. Ya no como esclavo, sino más que eso, como un hermano querido». Filemón 1,11.16. Es útil porque es de Cristo.

Es posible ser útiles cuando pertenecemos al Señor. Una utilidad distinta a la que busca el hombre. En la vida buscamos a las personas que nos son útiles, las cosas que nos sirven, las oportunidades de las que podemos sacar un beneficio. Las personas inútiles no cuentan. Si alguien un día fue útil y ya no lo es, pasa al olvido. ¿No lo hacemos así a veces?

Tal vez por eso en nuestra sociedad los ancianos no son útiles, no suman, no producen beneficios, no aportan, sólo reciben. Por eso dejan de recibir, porque vemos que es un gasto innecesario, superfluo y dejamos de dar y cuidar al que no aporta.

Lo mismo con los disminuidos o los enfermos. Con aquellos que no nos producen ningún beneficio y por eso no nos valen, porque son una carga.Parece inútil aguardar al pie del lecho de un enfermo. Horas perdidas en el silencio acompañando una vida que no produce. 

Resulta que el amor no es productivo, no es útil, porque no produce esos beneficios cuantificables. Muchas veces sólo hay pérdidas. Aun así Jesús nos pide cosas inútiles. ¿Para qué vamos a dar la túnica si sólo nos pidieron la capa? Perdemos una túnica cuando nadie nos había exigido tanto.

Por eso estamos acostumbrados a dar lo mínimo, lo exigible, no lo gratuito. Los excesos nos parecen desproporcionados. ¿Para qué caminar dos millas si con una era suficiente? Acompañar al que nos pide una milla ya es bastante. ¿Para qué ofrecer la otra mejilla si ya fuimos golpeados? Es el absurdo de la desproporción. No estamos acostumbrados, en el fondo no lo deseamos. El amor de Dios nos desborda, siempre es más de lo esperado.

Queremos pedirle a Dios que nada nos cierre al amor al prójimo. A veces, cuando nos exigen demasiado, nos cerramos. Su misericordia no tiene medida. No da lo que nos corresponde, da mucho más. El que lo recibe se siente abrumado. Porque tampoco está acostumbrado a la desproporción.

Damos lo justo. Recibimos lo justo. Ni más ni menos. Como dice un dicho popular: «Nadie da duros por pesetas». ¿Para qué engañarnos? Además, si alguien da más, nos parece que hay engaño, que hay truco. Algún beneficio se llevará. Esas ofertas desproporcionadas en las que nos dan muchas cosas gratis nos hacen sospechar.

No entendemos la gratuidad en la vida, la desproporción de la entrega. Damos lo que corresponde. Dar más no es útil, es una pérdida innecesaria. Las horas perdidas por amor, el amor que se entrega sin esperar nada a cambio. Es el exceso que no obtiene nada que lo compense todo. Y en la vida nos parece que todo tiene que ser útil, justificable, suficiente.

Pero el Señor se empeña en dar siempre más. La mejilla que no está dañada, la vida que no ha sido exigida. Él lo hizo así. No se guardó. Él no tenía dónde reclinar su cabeza. Buscaba las horas de la noche para hablar en silencio con su Padre, para cuidar la intimidad. Se retiraba a orar huyendo de tantos que buscaban su presencia, su amor, sus manos, su mirada.

Jesús no dio nunca lo suficiente, dio demasiado, lo dio todo y su amor desbordaba. Por eso muchos se indignaron con esa actitud exagerada y se alejaron indignados. Su amor no era imitable, porque era imposible vivir de esa forma. Su ejemplo era peligroso, no era algo práctico, en Él no había medida, ni proporción, ni límites. Y a los hombres nos gustan los límites, saber bien hasta cuándo, cómo y dónde. No entendemos un amor sin medida. 

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