lunes, 23 de septiembre de 2019

RETRATO DE DESCONOCIDA; POR ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ




Decía Jules Renard -que era de pueblo como yo, y eso marca- que no encontraba en la vida más que razones para no escribir una novela. En los pueblos basta fijarse un poco, incluso a pesar de la miopía, para encontrar historias bonitas tras cualquier esquina.

Salía de comprar el pan cuando casi me doy con una chica muy mona (naturalmente). Iba sonriendo tanto que supe que esa sonrisa se la acaba de dedicar a otro, y todavía le duraba. Miré y, voilá, había un chico a dos o tres metros, andando detrás, también sonriendo, aunque con menos luz, o eso me pareció a mí, que tiendo a verlas a ellas (la diosa hermafrodita de la paridad perfecta me perdone) más luminosas.

El paso de la chica era prodigioso. Parecía que se iba, animándole a él a correr, pero se quedaba, rapilento. Como la sonrisa, que se iba y volvía, sin irse. Al final, él dio dos zancadas trotonas y se puso a su lado. En buena hora, porque un poco más y le habría dado un empujón, de lo nervioso que me estaba poniendo tanta parsimonia incomprensible.

Siguieron sonriéndose, sin hablarse, y quizá (lo pienso ahora) eso fue lo que más me gustó, si descontamos la luz que decía antes. Llevo unos días muy cansado de tanto como hablamos, más que nadie, yo; y veía en ese silencio tan significativo y sinuoso un bálsamo.

Cogí para mi lado y ellos para otro, y ahí se terminaba el capítulo, adiós, adiós. La defensa de la sonrisa mutua, podría ser el tema de la obra, lírica y épica. Por un giro inesperado del argumento, dos gestiones después volví a encontrármelos montándose en el coche de él, o de la madre de él. Seguían silenciosos y sonrientes y yo no sabía qué envidarles más si lo uno o lo otro, por no envidarle directamente a él, que, a mi edad y casado felizmente, ni pega ni llega.

No he vuelto a verlos aún. Ya los veré. Alguna vez tendrán que hablar algo o hasta dejarán de sonreír, qué remedio. Pero volverán enseguida. Por ahora, ya me han regalado bastante: otro motivo más para no escribir una novela y la oportunidad de hacer una columna apenas de silencio (el suyo) y de sonrisa (la mía, al recordarlos). Es el máximo silencio al que puede aspirar un artículo, que tiene que llevar irremisiblemente sus buenas cuatrocientas veinticinco palabras. En estos días de exceso de ruido político, de saturación de relatos electorales y de severidad impostada, no podemos pedir más. Una escena dulce es un bálsamo para el alma.

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