domingo, 30 de octubre de 2016

LA FUERZA DEL AMOR




Amor sin reglas es amor sin estímulo. Daría lo mismo ganar que perder


Por: P. Antonio Rivero | Fuente: Catholic.net 



Lo mismo que pasa en el ajedrez, en el fútbol y en las damas chinas, pasa en el amor. Sin reglas de juego no despierta interés. Amor sin reglas es amor sin estímulo. Daría lo mismo ganar que perder.

Del amor hablamos todo el día, a todas horas, en todas partes. Y es precisamente el amor el gran desconocido del hombre. El cristianismo ha hecho del amor no sólo su aspiración más ingente, sino su propia razón de ser. De tal manera que si despojamos al cristianismo del amor, del cristianismo no quedaría nada. Ni una sombra, ni una huella. El árbol sin tronco y sin follaje no sería más árbol.

Hoy día, hay que reconocer, la palabra amor es moneda desgastada, ha perdido su brillo. Casi queda reducida al significado de limosna. Para unos, el amor significa el pequeño o grande obsequio que quiero dar a una persona querida, a un pobre o indigente. Para otros, el amor trae consigo esa connotación de sensualidad y sexualidad: tocarse, besuquearse, arrimarme y apretujarme junto al otro, con peligro de asfixia. Para otros, la palabra amor pasa sólo por las alcobas y las camas. ¿Es esto el verdadero amor?

En esta conferencia quisiera dejarles, a modo de memorandum, algunas reglas del amor, donde se sintetizan las verdaderas características del amor.

1. ABRIR LOS OJOS

El amor comienza por ver al otro necesitado de mí, que está hambriento, sediento, desnudo, encarcelado, herido, triste, deprimido...o, por el contrario, que está alegre, feliz, entusiasta, merecedor de compartir con él sus sentimientos maravillosos. Para esto, se necesitan nuevos ojos, ojos profundos. Hay un refrán que dice: “Ojos que no ven, corazón que no siente”. ¡Qué verdad se encierra en estas palabras!.

Esto significa que debemos tener siempre abiertos los ojos allá por donde vamos. No podemos tropezarnos con nuestro hermano pobre e indigente, sin volver nuestra vista, detenernos y socorrerlo, como hizo el buen samaritano del Evangelio.

El gran peligro que tenemos es la miopía del egoísmo, que nos impide ver en el prójimo a ese Jesús disfrazado de pobre. ¡Terrible miopía que nos cierra las entrañas del corazón a toda necesidad de los demás!

Hay que traer aquí el ejemplo de Madre Teresa de Calcuta. Oigamos sus palabras: “No nací en 1910, como dicen mis documentos. Nací el 10 de septiembre de 1946 en una calle de Calcuta, a los 36 años, cuando tropecé con el cuerpo de una mujer moribunda. Ratas y hormigas se paseaban por sus llagas. La levanté, caminé hasta un hospital cercano y pedí una cama para ella. La mujer murió en esa cama: la primera, la única y la última cama que tuvo en su vida”.

Este encuentro casual cambió la vida de la Madre Teresa, porque en esa mujer vio a Cristo agonizante sobre la dura acera de aquella calle desconocida. A partir de ese momento, fue encontrando a miles y millones de Cristos sufrientes, a quienes ha ido prodigando su amor y su ternura a lo largo de sus 50 años de servicio a los pobres.

Ustedes saben que en todas las capillas de las Hermanas Misioneras de la Caridad de la Madre Teresa, al lado del crucifijo que cuelga sobre la pared, aparece esta inscripción “I thirst”, “Tengo sed”, como un emblema de la Congregación. Este grito angustioso de Cristo en la cruz, les recuerda a las hermanas el objetivo fundamental de su Congregación: apagar la sed de Jesús en los más pobres y abandonados.

Pero, ¿cómo podrían apagar la sed de Jesús si tuvieran los oídos tapados con la cera de la indiferencia? ¿Cómo podrían socorrer al pobre, si tuvieran los ojos vendados por el egoísmo? ¿Cómo tender sus manos, si las tienen encogidas y adormiladas a causa de la comodidad...o muertas y envenenadas por la avaricia y ambición? ¡Imposible!

Cuenta así la Madre Teresa: “En cierta ocasión escuché que se iba a dar una conferencia de alto nivel sobre el hambre en el mundo y sus graves consecuencias. Como me hallaba de paso en aquella ciudad, fui invitada a participar en la misma. Por motivos ajenos a mi voluntad, equivoqué el camino y no acerté a llegar a la hora al lugar de la conferencia. Después de varios intentos, logré dar con la dirección correcta, pero ignoraba que me esperaba una gran sorpresa. Allí, junto a la sede de la conferencia, había un hombre que se moría de hambre. Lo recogí rápidamente y lo llevé a la Casa de las hermanas. Todos los intentos por rehabilitarlo fueron inútiles. El hombre murió. Reflexioné y me dije: más de mil personas escucharon una hermosa conferencia sobre el hambre y allí, a pocos metros, un hombre agonizaba por falta de alimento”. ¡Qué terrible! El amor no consiste en hablar mucho, sino en socorrer, en hacer algo por los necesitados. El cristianismo no es religión de teorías ni de palabras, sino de acción: “Me diste de comer...me diste de beber...me visitaste...me vestiste...me socorriste”. El amor tiene que ponerse en acción.

Por eso, la primera regla del amor es: abrir bien nuestros ojos y nuestros oídos al necesitado; abrir nuestras manos y tenerlas siempre tendidas.

2. SERVIR Y DAR HASTA QUE TE DUELA

Si ustedes van a una videoteca encontrarán títulos sugestivos de películas como éstos: “Nacidos para triunfar” o “Nacidos para perder”. Si quisiéramos hacer una película del cristiano tendríamos que poner este título: “Nacido para servir”.

El amor tiene que pasar necesariamente por el servicio.

“Dar hasta que duela”. También es frase de la Madre Teresa, especialista del amor.

El amor, para que sea auténtico, tiene que costar. A Jesús le costó mucho amarnos. A Dios Padre le costó mucho amarnos y entregarnos a su Hijo, para que le crucificáramos. A María le costó desprenderse de ese Hijo de sus entrañas, y entregarlo a los verdugos que le dieron muerte.

Por eso, la Madre Teresa repite con frecuencia esto: “No me gusta que den de lo que les sobra, sino de lo que les hace falta...Nunca tengan temor de dar, pero no de lo que les sobra: den hasta que les duela”.

Dar hasta que duela. Con esta frase queremos decir que el amor, para que sea auténtico, tiene que pasar por el crisol del sufrimiento. Fue san Pablo el primero que intuyó esta íntima conexión entre amor y dolor, entre sufrimiento y salvación, aludiendo al sacrificio redentor de Cristo: “Sin derramamiento de sangre, no hay salvación”.

Sin sufrimiento, nuestro amor y caridad no sería más que una asistencia social, muy positiva, sin duda, pero no sería el verdadero amor redentor. Sólo compartiendo con el prójimo sus sufrimientos, siendo parte de los que sufren, podemos redimirlos, podemos llevarlos a Dios y hacer que Dios, que es Amor, entre en sus vidas.

Cuenta la madre Teresa que se casaron dos jóvenes en Calcuta hicieron una boda muy simple y sencilla. Ella llevó un sari liso de algodón y sólo estuvieron presentes los padres de ambos; luego donaron a la madre Teresa el dinero que les habría costado una gran ceremonia matrimonial según el rito hindú para que lo compartieran con los más pobres.

Cuando en una ocasión preguntaron a la madre Teresa si alguna vez terminará el hambre en el mundo contestó: “Terminará cuando aprendamos a compartir”.

Un amor que no está dispuesto a compartir los sufrimientos con la persona amada, en el fondo no es más que un egoísmo disfrazado. Hay que amar hasta que duela. El dolor es la prueba del verdadero amor. Dime cuanto sufres y te diré cuanto amas.

El dolor por sí mismo, independiente del amor, conduce al masoquismo o a un orgulloso estoicismo .

Es un principio teológico que “lo que no se asume, no se redime”. Solamente los que son capaces de bajar al infierno de la desesperación de los pobres, podrán sacar de la miseria material y espiritual a los marginados.

Dar hasta que duela. ¿Se acuerdan del ejemplo narrado por el poeta hindú Tagore?

“Iba yo pidiendo de puerta en puerta por el camino de la aldea, cuando un carro de oro apareció a lo lejos, como un sueño magnífico. Yo me preguntaba quién sería aquel rey de reyes. Mis esperanzas volaron hasta el cielo y pensé que mis días malos habían acabado. Y me quedé aguardando limosnas espontáneas, tesoros desparramados en el polvo. La carroza se paró a mi lado. Él me miró y bajó sonriendo. Sentí la felicidad de la vida, que por fin me había llegado. Y de pronto, me tendió su mano derecha diciéndome. ´¿Puedes darme alguna cosa?´. ¡Qué ocurrencia la de su realeza: pedirle a un mendigo! Yo estaba confuso y no sabía qué hacer. Luego saqué despacio de mi saco un granito de trigo y se lo di... Pero...¡qué sorpresa la mía cuando al vaciar por la tarde mi saco en el suelo, encontré un granito de oro en la miseria del montón! ¡Qué amargamente lloré de no haber tenido corazón para darle todo”.

¡Dar hasta que duela! Es lo que da felicidad interior.

¿Saben el cuento de la rosa y la nube?

“La tierra estaba reseca y dura; desde largo tiempo atrás no caía una gota de agua. Y la pobre rosa, inclinada sobre su tallo, marchita y pálida, se moría de sed. Una tarde vio pasar una nube. Era una nube blanca, enorme como una montaña. La rosa levantó la voz cuanto pudo y le imploró:

- Dame unas gotas de lluvia; estoy sedienta...

- Imposible, amiga mía. Voy de viaje a otros países y no puedo detenerme.

- Unas gotas, nada más... - pidió la flor

Y la nube orgullosa, siguió su marcha; pero a medida que se alejaba, sentíase triste. Una voz interior le decía que había procedido mal.

Volvió apresuradamente, se detuvo sobre la rosa y le dejó caer un poco de lluvia; pero ya era tarde. La dulce flor había caído sobre la tierra, deshecha en un sinnúmero de pétalos amarillos.

La nube prosiguió su viaje llorando y arrepentida de su crueldad con la pobre rosa.

Las almas mezquinas no son dichosas. La caridad embellece nuestra vida y nos hace felices. ¡Da hasta que te duela!

3. DAR HASTA EL SACRIFICIO DE TI MISMO 

No sólo hay que dar cosas. Hay que darse a sí mismo, incluso hasta el propio sacrificio. En esto consiste el verdadero amor: en dar la vida por la persona amada.

Me acuerdo del cuento del escritor inglés Oscar Wilde, titulado “El ruiseñor y la rosa”, que les resumiré ahora y que encarna esta idea que quiero exponer.

Un estudiante estaba triste y desconsolado en su habitación porque su amada novia le había dicho que bailaría con él si le llevaba rosas rojas. En su jardín no había ninguna rosa roja. El ruiseñor le escuchaba conmovido. Decía el estudiante: “El príncipe ofrecerá mañana un baile; yo y mi amada hemos sido invitados. Si yo le llevo una rosa roja ella bailará conmigo hasta el alba y seré muy feliz...Pero mi jardín no ha dado rosas rojas. Ella me despreciará y mi corazón se despedazará”.

Al escucharlo el ruiseñor dijo para sí: “He aquí a alguien que sabe verdaderamente amar. Aquello que yo canto, él lo sufre. Aquello que para mí es gozo, para él es dolor. El amor es una cosa maravillosa. Es más precioso que las esmeraldas y los diamantes. No se puede comprar con perlas preciosas. No es vendido en el mercado. No hay balances para el amor”.

Y mientras estaba llorando en su jardín el pobre estudiante, se fueron acercando varios animalitos y todos le preguntaban por qué estaba llorando. El ruiseñor les dijo: “Llora por una rosa roja”.

“¿Por una rosa roja?”- exclamaron todos. “¡Qué ridiculez!”- dijeron

Pero el ruiseñor sí entendía el secreto del dolor del estudiante y se quedó silencioso reflexionando en el misterio del dolor.

Y en esto, el ruiseñor voló y se posó sobre el primer rosal que encontró: “-¡Dame una rosa roja, amigo rosal, y te cantaré la más dulce de mis canciones!”. El rosal sacudió sus ramitas y respondió: “¡Lo siento, mis rosas son blancas, como la nieve sobre los montes...Pero ve a mi hermano, tal vez él te dé lo que buscas”.

Y así fue. Y encontró parecida respuesta: “Lo siento; mis rosas son amarillas, como el grano de trigo. Ve a mi hermano que florece bajo la ventana del estudiante, tal vez él te dará lo que buscas”.

El ruiseñor se posó sobre el rosal: “Dame una sola rosa roja, por favor”. Le respondió el rosal: “Mi rosas son rojas, es verdad. Pero el invierno me ha congelado las venas, la nieve me ha destruido los capullos y la tempestad me ha roto los tallitos: no tendré ninguna rosa roja este año”. El ruiseñor seguía insistiendo: “Sólo quiero una sola rosa roja, por favor. ¿No existe algún modo de encontrarla?”.

El rosal respondió: “Sí; pero es tan terrible que no tengo el coraje de decirte cómo encontrarla”.

“Dime cómo, por favor; yo no tengo miedo, aunque me duela”- respondió el ruiseñor.

“Si quieres una rosa roja -dice el rosal- debes teñirla con tu propia sangre. Debes cantar para mí con el pecho contra una de mis espinas. Toda la noche debes cantar para mí y la espina debe atravesarte el corazón, y tu sangre debe correr por mis venas y llegar a ser mía”.

Así lo hizo el ruiseñor. Apretó su corazón contra la espina de esa rosa. Toda la noche cantó con el pecho contra la espina. La misma luna fría de cristal se inclinó y escuchó. Toda la noche cantó y la espina le penetró siempre más profundamente en el pecho, mientras la sangre iba coloreando la rosa. Hasta que murió el ruiseñor. Su voz se apagó y brotó una roja rosa maravillosa.

Al mediodía el estudiante abrió la ventana y miró fuera, exclamando: “¡Qué cosa increíble! ¡Una rosa roja! No había visto una rosa semejante en toda mi vida. Es tan bella...”. Salió de la casa, arrancó la rosa roja y se la llevó a su novia amada, pensando durante el camino: “Seguro, que ahora sí bailará conmigo”.

Pero la novia frunció el ceño y con gesto despreciativo le dijo: “No me sirve ya. No entona con mi vestido. Además el nieto del duque me ha mandado joyas verdaderas, y todos saben que las joyas cuestan más que las flores”.

“Eres una ingrata” - dijo rabioso el estudiante. Y arrojó la rosa en el camino. ¿Saben cómo acabó la rosa roja? La rueda de un carro la pisoteó.

“El amor no existe” - concluyó el estudiante. Y se volvió a su casa.

Hasta aquí el cuento de Oscar Wilde. Saquemos las conclusiones:

Para el ruiseñor el amor es la más grande razón de la existencia. No duda por tanto en sacrificar su propia vida para que el estudiante tenga todo lo que desea: el amor y la felicidad de esa joven, a quien amaba.

Para el estudiante, el amor es una especie de ilusión, convencional y pasajero. Mientras el ruiseñor es capaz de amar, el estudiante es egoísta e insensible ante el amor del ruiseñor.

Para la novia, el amor es sólo apariencia. Se queda en las exterioridades: “Esa rosa no entona con mi vestido...además, el nieto del duque me ha regalado unas joyas verdaderas”. ¡Cómo es posible que no valore el sacrificio de ese ruiseñor que dio su sangre por la rosa que hizo feliz a ese estudiante!

Concluyo esta regla del amor: Si nosotros queremos amar, abrirnos a esta realidad maravillosa y mágica del amor, tenemos que estar dispuestos a sacrificarnos por la persona amada. De lo contrario, ese amor es egoísta y ciego, como el del estudiante y el de la novia.

Otro ejemplo, este histórico, que corrobora esta ley del amor: el caso del padre Maximiliano María Kolbe, franciscano polaco. Era en tiempo de los nazis durante la segunda guerra mundial, en Polonia.

20 de julio de 1941. Al pasar lista en el campo de exterminio de Auschwitz, uno de los presos, el número 14 no contesta; se ha fugado del campo.

El comandante ordena diezmar a los presos; de cada diez de ellos uno deberá morir, por culpa del que se fugó.

Entre los destinados a morir, un exsargento polaco, Francisco Gayowniczek, rompe a llorar: - ¡Mis hijos!...¡Mi esposa!...

De en medio de todos los presos del campo presentes en la escena, el número 16670 sale de la formación y le propone al comandante:

- Yo no tengo esposa ni hijos; permítame usted morir en lugar de este compañero.

El comandante acepta. Junto con los demás sentenciados a muerte, el número 16670 es encerrado en el bunker de la muerte, para que muera de hambre. Allí consuela y encamina al Cielo a los demás compañeros, que uno tras otro mueren.

Y como él no moría y necesitaban el bunker para otros, inyectan al padre Kolbe el ácido fénico y lo arrojan al horno crematorio.

En 1971 en la basílica de san Pedro en Roma, el Papa Pablo VI declaró beato al padre Kolbe. Entre los presentes a esa ceremonia, se encontraba el exsargento a quien el padre Kolbe había salvado la vida. Juan Pablo II lo proclamó ya santo: dio su vida y su sangre por el prójimo.

CONCLUSIÓN: Amar, amar más, amar sin medida, amar a todos, amar hasta que duela, amar hasta el sacrificio por la persona amada. Esto es el amor. Lo demás es cuento, fachada, hipocresía. Si no amo, no soy nada, no valgo nada.

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