viernes, 17 de junio de 2016

EL PERDÓN, UNA TRENZA DE CUATRO HEBRAS



Una gracia que si se vive, practicando y, sobre todo, recibiendo con frecuencia el perdón sacramental, nos zambulle de lleno en el amor de Dios ya que “al que poco se le perdona, ama poco” (Lc 7, 47)


Por: Estanislao Martín Rincón | Fuente: Catholic.net 



Mucho es lo que se está diciendo sobre el perdón durante este Año de la Misericordia en las publicaciones católicas. Mucho y bueno. Por mi parte, yo también me he sentido llamado a compartir algo sobre este tema siempre actual. Y me ha parecido que tal vez pueda ser útil aportar a la reflexión sobre esta cuestión la idea de que el perdón, siendo uno, el perdón en singular, es a la vez un fenómeno en el que concurren varios aspectos que conviene distinguir. El ejemplo -no del todo cabal, pero puede servir- podría ser el de una trenza, como imagen de algo que es a la vez uno y múltiple, guardando unidad, esa unidad está formada por la reunión de varias partes. Tomo esta imagen porque entre las condiciones que una trenza exige hay dos que pueden ayudarnos para entender el perdón. Las dos condiciones son estas: una, que haya varias hebras, al menos tres, y segunda condición, que las hebras guarden un orden determinado. Ambas condiciones son necesarias para que la trenza exista. Por una parte vemos que sin hebras no hay trenza posible, y por otra no vale que las hebras estén de cualquier modo; al contrario, deben guardar un orden preciso, una estructura bien definida gracias a la cual la trenza es trenza y no otra cosa, sea un cordón, un ovillo o una maraña de cabos desordenados.
Llevado el ejemplo a la cuestión que nos ocupa, que es el perdón, las hebras serían estas dos: la actitud y el acto, más otras dos derivadas del propio acto, que son dar y recibir. La actitud y el acto pertenecen a la esencia del perdón, a lo que el perdón es en sí mismo; las dos derivadas del acto, dar y recibir, a su ejercicio. Vamos con las dos primeras, el perdón como actitud y el perdón como acto. No son lo mismo y observo que con frecuencia bajo el mismo nombre se mezclan, y a veces se confunden, estas dos dimensiones del perdón que están muy relacionadas pero son distintas. Muy relacionadas porque para ejercer el perdón deben darse unidas, pero también ocurre que pueden existir por separado, la una sin la otra.
El perdón como actitud es cosa de uno solo, el ofendido, que es el que tiene que perdonar y coincide con lo que se entiende por perdonar de corazón. Se trata de un perdón interior, no exteriorizado, que predispone y empuja al perdón en acto, pero no es el perdón en acto. Las actitudes, por definición, son planteamientos teóricos, tomas de postura previas a los hechos, modos ideales de enfrentarse con la realidad en cualquiera de sus múltiples aspectos. Por esta razón el perdón como actitud es anterior al agravio y reside en el corazón listo para cuando el agravio llegue. Es la venda preparada y dispuesta antes de la herida, para ser aplicada en cuando esta se produzca y así sane cuanto antes y haga el menor daño posible. El ejemplo más claro en las relaciones humanas es el de los padres respecto a sus hijos. En las relaciones padre-hijo, lo esperable son dos cosas: que el padre tenga la disposición a perdonar al hijo sea cual sea la afrenta que pueda recibir por parte de este y que el hijo sepa que cuenta de antemano con el perdón del padre. Esto es lo propio entre padres e hijos y es el perdón inagotable de Dios que la Iglesia ha predicado siempre y que el papa Francisco está repitiendo de manera incansable una y otra vez desde su llegada al pontificado. ¿Dios perdona siempre? Entendido el perdón así sí, siempre, y a nosotros, sus hijos, se nos pide lo mismo, independientemente de la gravedad de la ofensa recibida.
Pero el perdón-actitud no es el perdón en acto porque las actitudes y los actos no son lo mismo ni están en el mismo plano. Si las actitudes son las disposiciones previas a la acción, los actos son los hechos, las realizaciones concretas. Las actitudes se dan en el campo de las ideas, los actos pertenecen a la puesta en práctica. El valor de las actitudes viene condicionado en gran parte en cuanto que informan la práctica y se plasman en actos. Una actitud que no tuviera como destino ningún acto real es mera potencia. Una actitud que no se traduce en actos es lo mismo que una fuerza no ejercida o un pensamiento no expresado, o sea, nada. Algo que se queda en potencia sin pasar al acto en realidad es nada. Yo puedo tener la actitud de ayudar generosamente a los necesitados con mis bienes, pero si esa actitud jamás la traduzco en obras de socorro, acabo convirtiéndola en cosa vacía, una quimera, una especie de propensión buena pero del todo ineficaz, un quiste moral, en definitiva, que puede no ser maligno, pero que ocupa sitio y no produce ningún beneficio. Que esto sea así no resta a las actitudes ni un solo ápice del valor que estas tienen, que es mucho, pero sí nos ayuda a entender cuál es el papel que juegan en la vida cotidiana, en la manera de ver la realidad y en el variado mundo de relaciones personales.
Por otra parte, hay otro rasgo muy importante que diferencia el perdón-actitud del perdón en acto y es que el perdón-actitud es cosa de uno solo, el ofendido, mientras que el perdón práctico, el perdón de hecho, es cosa de dos partes, la parte ofendida y la ofensora. El acto del perdón es un acto relacional que exige de suyo el concurso de las dos partes, el que hiere y el herido. Para que se dé perdón de hecho, perdón en acto, se necesita que ambos entren en contacto, el ofendido pueda otorgarlo y el segundo recibirlo. Entran ahora en juego las otras dos hebras señaladas, el dar y el recibir.

Para que el perdón completo se dé, se precisa entonces, por una parte la petición de perdón más o menos explícita, pero sí expresada, y por otra, la concesión del mismo. No puede haber, por tanto, perdón en acto sin el concurso de ambas partes, si no hay relación. De aquí la necesidad de pedir perdón, de darlo cuando se nos pide y de aceptarlo en cuanto se nos ofrece. Las circunstancias, el tipo de relación que une a las personas y el contexto aconsejarán el modo de pedirlo y el modo de darlo. Conviene que el ofendido facilite las cosas al que tiene que pedirle perdón hasta donde pueda, pero no hay posibilidad de reconciliación en acto sin petición del mismo, manifestada de algún modo, por parte de quien ha fallado. En el caso de la ofensa a Dios -eso es el pecado-, la vía ordinaria es el acercamiento al confesor en el sacramento de la Penitencia. Jesucristo estableció de manera explícita y sin dejar lugar a ninguna duda, el hecho de que el perdón de los pecados en acto habría de realizarse con el sacramento de la penitencia confiado a los apóstoles y a sus colaboradores, los presbíteros. Esta exigencia no es aceptada por muchos, algunos de los cuales se justifican diciendo que se confiesan directamente con Dios que siempre perdona. Digámoslo claro: la huida del confesionario de quienes dicen reconciliarse directamente con Dios, agarrándose a que Dios perdona siempre, es una huida de sí mismo, un pretexto para zafarse del acto de petición de perdón. Las causas pueden ser varias pero el hecho es en todo caso una huida en falso. Es verdad que Dios perdona siempre y es verdad también que tanto quienes aceptamos el perdón sacramental como quienes dicen confesarse directamente con Dios, unos y otros, contamos con la misma actitud de perdón por parte de Dios, pero el que se niega a ir al sacerdote, impide que Dios ejerza con él el perdón que desea ejercer, el perdón en acto. Dios es infinitamente respetuoso con la libertad personal y no fuerza a nadie a actuar contra su voluntad, pero no muda sus criterios. Dios no se muda, decía Santa Teresa de Jesús. Los que pudiendo confesar sus pecados con un sacerdote, no lo hacen, amparándose en que Dios perdona siempre, quizá no sean conscientes de que ese pretendido perdón se queda en mera potencia, en mero deseo, sin que llegue a ser un perdón actualizado, un perdón real.
Llegados a este punto podría parecer que el perdón-actitud no merece la pena, siendo el perdón en acto el único que tiene valor. Pero tampoco es así, al menos por los siguientes tres motivos:
En primer lugar porque en el hombre no hay actos personales, redondamente personales, sin actitudes previas, lo cual significa lo ya dicho, que sin perdón-actitud no puede darse el perdón en acto.
El segundo motivo está en que el perdón-actitud, por ser asunto que resuelve uno solo de manera individual en su corazón, puede darse siempre, mientras que no siempre habrá posibilidad de ejercer el perdón en acto. No siempre se dan las condiciones para poder darlo y/o recibirlo. En el caso del perdón de Dios a través de la confesión, se necesita que haya en sacerdote disponible y que se den las circunstancias para oír al pecador en confesión y absolverle, y hay situaciones en las que esto es materialmente imposible. La Iglesia enseña que un acto de contrición perfecta, en caso de extrema necesidad, sustituye a la confesión sacramental para la remisión de los pecados. Dentro del acervo espiritual sobre la contrición perfecta hay un hecho al que se recurre muchas veces cuando se habla de estas cuestiones. Se trata de un episodio de la vida de San Juan María Vianney, el Santo Cura de Ars, que refiere el caso de una viuda que acudió a él desconsolada por la condenación de su marido que se había suicidado tirándose desde un puente. Se cuenta que el santo, que había recibido dones sobrenaturales especiales, le devolvió la paz a esta buena mujer haciéndole saber que su esposo no se había condenado, porque entre el puente y y el río -le aseguró- había estado la misericordia de Dios. La enseñanza de la Iglesia no deja lugar a dudas. Lo que dice el Catecismo exactamente es que para situaciones excepcionales lo que se exige es “un acto de contrición perfecta, que incluye el propósito de confesarse cuanto antes” (punto 1457). Aquí nos podría despistar la expresión “acto de contrición” porque se emplea el término “acto” y verdaderamente lo es, un acto de índole espiritual por el cual el pecador se dirige arrepentido a Dios, pero hay que entender que “un acto de contrición perfecta, que incluye el propósito de confesarse cuanto antes” se corresponde también y de lleno con el concepto de actitud que venimos manejando.
En tercer lugar vemos que las actitudes referidas al perdón mantienen su valor aunque no se transformen en actos porque podría darse -y de hecho se da muchas veces- el perdón en acto pero sin que exista una verdadera actitud de perdón, con lo cual tampoco hay perdón real. Se cubre la formalidad de un acto de perdón pero sin que haya perdón de corazón o bien se pide perdón porque así interesa para otros fines, pero sin una actitud interior de verdadera petición de perdón ni de tener necesidad de ser perdonados.
Resumiendo, para un ejercicio completo del perdón se necesita en el campo de las actitudes, la actitud de perdonar y la actitud para recibir el perdón, y en el campo de los hechos, la petición de perdón y la concesión del mismo. Trenzadas convenientemente estas cuatro hebras nos encontramos con una de las gracias más inmensas que Dios nos da y nos pide, el perdón. Una gracia de la cual hay que decir, de acuerdo son su etimología, que es per-dón, o sea, don y más que don, sobreabundancia de don. Una gracia que si se vive, practicando y, sobre todo, recibiendo con frecuencia el perdón sacramental, nos zambulle de lleno en el amor de Dios ya que “al que poco se le perdona, ama poco” (Lc 7, 47).
Estanislao Martín Rincón

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