Homilía del cardenal Rouco en el funeral por las víctimas del 11-M
[Publicada en el número 396 el 1 de abril de 2004] Éste es el texto íntegro de la homilía pronunciada por el cardenal arzobispo de Madrid y Presidente de la Conferencia Episcopal Española, don Antonio María Rouco Varela, en la Misa de exequias, auspiciado por las más altas instituciones del Estado, en sufragio de las víctimas mortales de los atentados terroristas del 11 de marzo en Madrid, celebrado en la catedral de la Almudena el pasado 24 de marzo. Fue concelebrado por más de treinta obispos de toda España, y asistieron, además de los familiares de las víctimas, más de cincuenta delegaciones internacionales, varios Jefes de Estado y una nutrida representación de autoridades nacionales e internacionales
Mucho y muy grande ha sido el dolor que ha embargado vuestras vidas y la de vuestras familias desde aquel día negro en el que la brutal violencia terrorista, programada y ejecutada con indecible crueldad, segaba la vida de vuestros seres más queridos. Vuestro dolor se convirtió desde el primer momento -el de la búsqueda angustiada y de la verificación inevitable de los vuestros- en el dolor de nuestra querida ciudad de Madrid, de España y, muy pronto, de todo el mundo. Hemos llorado y orado juntos, hemos tratado de ofreceros consuelo, cercanía y ayuda personal e institucional. No queremos dejaros solos ni ante la duda o incertidumbre, tan humanas, sobre la suerte final de vuestros muertos, sacrificados desalmadamente por el terrorismo -la muerte es siempre, en sí misma, un enigma indescifrable para el hombre; no digamos la muerte violenta-, ni sobre el valor de sus sufrimientos y de los vuestros, que Dios bien conoce. La condolencia de España, sentida y manifestada tan unánime y conmovedoramente todos estos días, se quiere sintetizar en este funeral de exequias propiciado por las más altas instituciones del Estado, al que se han querido sumar, con gesto de exquisita delicadeza, los más ilustres representantes de los pueblos y naciones, amigas y hermanas, de todo el mundo, especialmente de Europa y América.
La plegaria desgranada en las Eucaristías celebradas por los fallecidos en el terrible atentado del 11 de marzo en todas las catedrales e iglesias de Madrid y de toda la geografía española, y la oración silenciosa de tantas almas y comunidades consagradas a Dios, que no han cesado ni un solo momento de pedir por ellos y su eterno descanso y por vosotros, sus familiares, encuentra en esta solemnísima Eucaristía, concelebrada por los obispos de España su máxima expresividad e intensidad eclesiales. Nuestras comunidades diocesanas, sus pastores y fieles, unidos al Santo Padre, que no ha dejado ni un solo instante de acompañarnos con su oración personal y su bendición, queremos rodearos, junto a todas la demás víctimas del terrorismo, con nuestro afecto fraterno, el apoyo incondicional y la oración más sincera.
«Tu hermano resucitará»
Ante la magnitud de la tragedia ocurrida y, sobre todo, ante vuestro inmenso dolor, es muy comprensible que le dirijáis a Jesús, el amigo del alma, la misma queja que le hizo Marta al verlo llegar a su casa cuatro días después de la muerte de su hermano Lázaro, tan querido por el Maestro: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano». Aunque inmediatamente añadirá: «Pero aun ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá». ¿Dónde estaba Jesús, el Hijo del Dios vivo, el hermano y salvador del hombre, el Señor de la vida y de la muerte, en aquella terrible mañana madrileña de las bombas y de los cuerpos destrozados de tantos amigos por los que Él había dado su vida en la Cruz? Lo que llevamos de más terrenalmente humano en el corazón nos tienta a la formulación desconcertada, e incluso rebelde, de la pregunta.
La contestación de Jesús, sin embargo, no se hizo esperar en el caso de Marta; tampoco se hace esperar en nuestro caso, queridos familiares y amigos de los fallecidos: «Tu hermano resucitará». Aún más, Jesús precisa el contenido extraordinariamente lacónico de su respuesta, luminosa por lo demás hasta límites insospechados para el hombre, cuando la hermana de Lázaro le replica con la resignada constatación de que el acontecimiento de esa resurrección se dilatará hasta el último día. Jesús le habla a aquella mujer de un presente transido ya de resurrección y de vida, que se hace accesible y operante por la fe a los que peregrinan en este mundo: «Yo soy la Resurrección y la Vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?» Si creemos y oramos por nuestros difuntos, si creemos y revisamos nuestras propias vidas delante de Jesucristo crucificado y resucitado por nuestra salvación, conoceremos y sabremos, con esperanza indestructible, que nuestros seres queridos asesinados por la vesania terrorista han alcanzado las puertas de la vida eterna y bienaventurada, y que nosotros, por nuestra parte, no moriremos para siempre. Más aún, venceremos y triunfaremos con Él, «que dio su vida por nosotros». En el sacrificio de la vida de nuestros hermanos, en el sufrimiento de los heridos, queremos vislumbrar, con la certeza que nos proporciona la esperanza cristiana, cómo una nueva llama del amor misericordioso de Dios ilumina, ya e irreversiblemente, los trasfondos de la historia humana, aun los más trágicos y dolorosos; cómo a través del servicio heroicamente prestado por tantos hermanos nuestros, en estos días de lacerante dolor, alumbra de nuevo la esperanza.
Sólo cabe una respuesta eficaz contra el odio
«Ya sabéis que ningún homicida lleva en sí vida eterna». A la vista de los atentados, tan terribles, de Madrid, sería lícita la siguiente glosa de este versículo de la primera carta de san Juan: el terrorista lleva en sí la semilla de la muerte eterna. Y homicida es «el que odia a su hermano». En la estrategia del terrorismo opera siempre la siembra del odio como su inspiración y motivación últimas y decisivas. Así ha ocurrido también con la masacre del día 11 de marzo. La forma de proyectar, disponer y actuar de los terroristas no puede ser calificada de otro modo que como la estrategia del odio que porta en sus entrañas el asesinato y la muerte. No hay que dejarse engañar con relación a la verdadera naturaleza de sus planes y objetivos últimos. Los terroristas se han propuesto atacar y dañar profundamente la convivencia, la concordia y la paz de los españoles, y, a la vez, avanzar en la consecución de uno de sus más importantes objetivos: el de minar progresiva y aceleradamente las bases morales y espirituales sobre las que descansan nuestras sociedades y naciones de raíces cristianas; a saber: la afirmación de la dignidad inviolable de todo ser humano desde su concepción hasta su muerte natural, la integridad de los derechos fundamentales que le son inherentes y la comprensión solidaria del bien común.
Frente a la estrategia del odio sólo cabe, al final, una sola respuesta eficaz: la del amor, que implica y exige para su puesta en práctica una estrategia divina: la de la Ciudad de Dios, opuesta a la de laCiudad terrena, que diría san Agustín, cuando de ella se apodera el puro y duro egoísmo. ¿Cuándo y cómo se puede hablar verazmente de amor? Cuando se mira a Cristo clavado en la Cruz, dando la vida por nosotros, y cuando, unidos a Él e imitándole, damos la vida por los hermanos. Cuando esto sucede, sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida ya en este mundo, y que una nueva civilización comienza a perfilarse en el horizonte de la propia historia.
¡Amar a los hermanos! ¡Abandonar el amor de sí mismo como el absoluto de la conciencia personal y colectiva! He ahí la tarea ante la que nos coloca el amor del Señor compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en piedad y clemencia, que invocábamos y cantábamos con el salmista. Éste ha de ser nuestro programa: amor compasivo y entrañable para con vosotros, queridos familiares de la víctimas de los atentados del pasado 11 de marzo; amor compasivo y activo en el cuidado de los que todavía se encuentran heridos en los hospitales de Madrid; amor suplicante para que el Señor convierta y traiga a penitencia y conversión a los terroristas -¡que se entreguen a la justicia y abandonen sus siniestros planes!-; amor agradecido para todos los que se han dado y vaciado en gestos y actitudes de heroica y generosa disponibilidad en la atención incansable a los heridos y atribulados, material y espiritualmente; y amor esperanzado y orante por los que luchan, justa y denodadamente, en la superación y erradicación del terrorismo.
Nuestra plegaria por los jóvenes de España
Amor que queremos expresar ya, desde ahora mismo, en plegaria ardiente a la Virgen María, Madre de Dios y Madre de la Iglesia, Madre de la Vida y del Amor Hermoso, Vida, Dulzura y Esperanza nuestra, por la paz y el bien de España y del mundo: ¡Que vele por nuestros jóvenes! ¡Que les tome de la mano para que respondan valiente y coherentemente a la llamada que el Papa Juan Pablo II les dirigía en el aeródromo de Cuatro Vientos, en el atardecer primaveral de aquella inolvidable Vigilia mariana del 3 de mayo del año pasado!: «Responded a la violencia ciega y al odio inhumano con el poder fascinante del amor. Venced la enemistad con la fuerza del perdón. Manteneos lejos de toda forma de nacionalismo exasperado, de racismo y de intolerancia. Testimoniad con vuestra vida que las ideas no se imponen, sino que se proponen. ¡Nunca os dejéis desalentar por el mal!»
Los obispos españoles, a través de la Nota del Comité Ejecutivo de la Conferencia Episcopal Española del pasado 17 de marzo, afirmábamos que «los terroristas responderán de sus crímenes ante la justicia humana y ante la de Dios. Pero, si no nos hacen perder el ánimo y la generosidad, se habrán quedado sin armas para someternos». Si todos nosotros, en especial nuestros jóvenes, nos disponemos decididamente a poner amor -en el sentido de san Juan de la Cruz (Carta 26)- «adonde no hay amor», entonces sacaremos amor, y se abrirán de nuevo para nuestro tiempo los amplios y luminosos caminos de la paz. Amén.
+ Antonio Mª Rouco Varela
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