jueves, 15 de junio de 2017

ORDEN DE LOS FACTORES; POR ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ


Diario de Cádiz
Tengo que corregir una pila de trabajos de mis alumnos, con los que ajustaré sus notas finales, y que escribir mi artículo. ¡Empiezo bien!: dudando del orden de los factores. Antes es la obligación que la devoción, me amonesto devotamente; pero también pienso que debo corregir los trabajos sin prisas y con toda la atención del mundo, no mirando el reloj a cada rato y angustiado por el qué voy a decir en la columna y por si se echará encima la hora del cierre.
Altero el orden, y me concentro en el artículo. Cuando lo termino, llego a los trabajos más suave que un guante. No había contado con este efecto colateral, pero, cuando uno viene de intentarlo hacer muy bien y le sale medio normal, tiende a ver extraordinario lo que salió más o menos bien. A Felipe IV, pintor aficionado, un cortesano le susurró al oído una maldad acerca de un cuadro por delante del cual pasaban. Algo -cuentan- acerca de una mano que parecía una coliflor. El rey le cortó: "Si trataseis de pintar de vez en cuando, no criticaríais tan a la ligera". Ser muy exigente con los demás es indicio de muy poca práctica. También de una limitada autocrítica, porque, si uno se exige mucho y luego le sale lo que sale, no se entiende muy bien por qué le va a afear a los demás lo que les salió.
A lo que hay que añadir una inquietante "mise en abyme" del profesor. El trabajo que juzgamos juzga nuestro trabajo. ¿No tiene que plantearse, ante el ejercicio menos logrado de su alumno, qué parte de culpa le corresponde por no haber explicado bien o no aconsejado bastante o acompañado el proceso o hecho atractiva la materia? Son abismos que el profesor -por mucho que le atraiga el vértigo- ha de vencer, porque está en el papel (secante) del juzgador, porque un máximo de exigencia es lo mínimo que puede hacer por su alumno y porque los exámenes de conciencia se hacen, muy sabiamente, al final de la jornada, no in media res, cuando hay que corregir los exámenes de otros.
Así que -medida por medida- tampoco sean ustedes muy misericordiosos conmigo. Verdad que los muy aficionados a la literatura somos capaces de salvar una columna por un adjetivo. Basta una aliteración airosa para elevar un ladrillo. Pero el juez correcto, como lo procuro ser cuando corrijo, es el que se guarda sus empatías, simpatías y sinergias en el bolsillo de la devoción. Su obligación es poner una nota ajustada. Aunque es bonito que le cueste.

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