lunes, 29 de junio de 2015

VINO Y GENIO




Escrito en: jun 28, 2015
TOLEDO
A Eustaquio e Ignacio, por empeñarse en amar
De las mejores cosas de Toledo, abierto estoy a que me llamen “tipo de gustos singulares”, es poder abordar la ciudad e ir escalando con el coche por sus callejuelas. De abajo arriba. Conquistándola. Serpenteando historias que no conocen credo único. Dejando en la memoria una orla de culturas que van desde el hábito carmelita hasta vaqueritos cortos que pasean frente al Alcázar con un calipo en la mano. Mirada rasgada se enamora de España.
Hace calor y las cubiertas del Corpus regalan sombras que no acaban de proteger del todo al bastón. Los flashes y canciones acompañan a la variopinta comitiva hasta llegar a la Catedral; donde Monseñor Don Braulio Rodríguez, los medios de comunicación y el Santísimo, expuesto en la magnífica custodia de Arfe, recorren las naves de la catedral gótica delante del pueblo en este día festivo.
Nos quedamos fascinados por el patrimonio que nos rodea. Tenemos la oportunidad de asistir a la ceremonia especial que preside el Arzobispo en la Capilla Mayor, lo que nos otorga una vista insuperable del retablo. Captar cada detalle es imposible. Solo hay un conjunto de arte dorado que deja boquiabierto a quien está cerca de la obra. Sin mirarla, solo viéndola, ya sobrecoge.
Antes de todas las celebraciones, Isak y un servidor, damos un garbeo por la judería. Nos perdemos a la fuerza de intentar conseguir recursos que de por sí  la ciudad ya ofrece baratos. El trajín de turistas y buscavidas es perpetuo y sentimos como el aire lleva el olor dulzón de las ocasiones especiales. Este aroma no tuvo que ser muy distinto a la Toledo imperial que se encontró Santa Teresa. Una ciudad que bullía intrigas y donde la doctora se topó con más de un apuro a la hora de ver hecho realidad el sueño de fundar en una gran capital como ésta. Sin embargo, perseverancia y “cuquería” que diría nuestro estimable Padre David.
“Yo no sabía qué me hacer, porque no había venido a otra cosa y veía que había de ser mucha nota irme sin fundar. Con todo, tenía más pena de no me dar la licencia que de lo demás; porque entendía que, tomada la posesión, nuestro Señor lo proveería como había hecho en otras partes. Y así me determiné de hablar al gobernador, y fuime a una iglesia que está junto con su casa y envíele a suplicar que tuviese por bien de hablarme. Había ya más de dos meses que se andaba en procurarlo y cada día era peor. Como me vi con él, díjele que era recia cosa que hubiese mujeres que querían vivir en tanto rigor y perfección y encerramiento, y que los que no pasaban nada de esto, sino que se estaban en regalos, quisiesen estorbar obras de tanto servicio de nuestro Señor. Estas y otras hartas cosas le dije con una determinación grande que me daba el Señor. De manera le movió el corazón, que antes que me quitase de con él, me dio la licencia”. (F15,5)
Poco antes de la cena, aproveché para dar un paseo. Quería refugiarme entre la gente de cualquier pensamiento que no fuera ese caminar de hidalgo. Y nada como el encuentro con el otro, para darle veracidad a mi propia novela de caballeros y empresas dignas de mención. Ignacio, terminó siendo Nacho, me esperaba en una de las aortas de Toledo. Estaba sentado, engullendo la Summa Theologiae. Por el azar de un cartelito, pido sentarme a su lado para charlar un rato. Soy inoportuno. Me lo reprocha su mirada. Está muy dentro de su carne, ordenando una nueva habitación que ha descubierto. Le agarro por el mundo y tras decirme con el ceño claro “pero solo unos minutos”, cede acera. Doy tres palabras. El me da un recorrido de vida vertiginoso. La lectura le salva. Y sentarme a escuchar me salva a mí. Llegamos al porqué de este diálogo y le digo que ando con Santa Teresa de tournée. Sonríe. Se desliza con rapidez entre Vida y Fundaciones aunque siente más debilidad hacia San Juan de la Cruz. Me llevo una amistad cuando solo esperaba un movimiento de piernas libre. Voy ganando finura en la búsqueda de perlas luminosas y eso se lo debo al suelo.
Llego a la hospedería con una historia que contar pero en un momento de espontaneidad todo gira y me veo envuelto como atrezo en una comunidad alumbrada por el atardecer, un par de farolillos estratégicos y unas vistas que solo los Carmelitas Descalzos tienen de Toledo. Nadie puede ver como nosotros vemos la vida desde nuestros balcones.
Es inevitable, en un sitio que eleva y compartiendo mesa con gente más preocupada en tu plato que en el suyo propio, sentirse especial. Sentirse llamado a algo más. Porque de pronto todo conspira para que puedas intuirte feliz. Anticiparte a la siguiente certeza.  Y es que de esos momentos, regados con vinos de mesa manchego y una barra de pan amable, vive el hombre.
RICARDO MORALES JIMÉNEZ

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