

Santiago peregrino.
Santa Marta de Tera (Zamora).
Portada sur
Una tradición que hunde sus raíces en el primer milenio y arraiga con fuerza en el segundo, gustó transmitir que Santiago el del Zebedeo, el hermano de san Juan, evangelizó España y que, después de su martirio en Jerusalén, trasladaron su cuerpo para ser enterrado en un lugar recóndito del noroeste peninsular hispánico que, con el pasar del tiempo, se denominaría Santiago de Compostela.
Hispania, apreciada geografía para los romanos, no lo sería menos para los cristianos. La semilla de los primeros evangelizadores fructificó vigorosa en las manifestaciones culturales de la antigüedad tardía. Muy pronto las letras hispánicas latinas -Paciano, Gregorio de Elvira, Prudencio y otros-, el arte y el pensamiento de la península dejan sentir la presencia y el influjo del Evangelio del Nazareno; mártires y teólogos, poetas e historiadores hicieron posible que se fuera aposentando en el pueblo la memoria de la Buena Noticia predicada por san Pablo en la Tarraconense, por Santiago en el extremo occidental, por los varones apostólicos en la Bética y por los anónimos miembros de otras Iglesias, de lejos y de cerca.
Esta misma predicación apostólica es la que favoreció la aparición de la Spania visigótica, en la que pueblos distintos, mirando a Toledo, la urbs regia Toletana, la nueva Constantinopla de Occidente, pudieron alcanzar el sueño de la unidad. La riqueza y el esplendor toledano supo dejar paso al proyecto carolingio. Uno y otro se desarrollaron al amparo del cristianismo. Toledo y Aquisgrán, gracias a la noticia apostólica, estrecharon sus manos.
En el ocaso del primer milenio, superados los falsos milenarismos que no coincidieron precisamente con el año mil, los pueblos ya cristianizados hambreaban, de nuevo, la unidad, buscaban un Camino común. Y éste aparece, cual estrella en el horizonte, en la mitad del siglo IX, con el descubrimiento de la Tumba del apóstol Santiago, mártir y evangelizador, en una necrópolis cercana al Finisterre galaico.

Colegiata de Roncesvalles.
Nave principal de la iglesia (siglo XIII)
La Tumba muy pronto se convirtió en Meta de un Camino. Y la Tumba apostólica y la Meta son el origen de uno de los más tempranos burgos del Occidente cristiano. Santiago de Compostela nació a la sombra de un enterramiento y fue edificada -Compostela, según una vieja etimología, la hermosamente construida- según la medida del Camino que a ella conducía. Santiago acogió lo que a ella iba llegando: el eco de Europa.
Sin Apóstol no habría Tumba, sin Tumba no se hubieran levantado las Basílicas -urna y cofre de la Tumba-, y sin éstas no hubiese existido Compostela. Y sin Basílica-ciudad no se hubiera iniciado un Camino.
Muy poco se había escrito y transmitido acerca de la presencia del apóstol Santiago en un rincón olvidado de las tierras atlánticas. Las someras alusiones, anteriores al siglo IX, fueron suficientes para que el descubrimiento de los restos de Santiago el Mayor fuera por todos aceptado. Los ecos de los escritos hoy atribuidos a san Beato de Liébana y a san Adelmo, himnos de la liturgia hispánica, compuestos en el Norte, y puede que veladas afirmaciones en antiguos antifonarios, facilitaron la recepción de la noticia jacobea.
La creencia de que en Compostela se conservaba el cuerpo del Apóstol mártir corrió rápidamente por el orbe católico, y su pacífica aceptación llegó a convertirse -como muy bien captó, entre otros, don Claudio Sánchez Albornoz- en uno de los más apasionantes enigmas de la historiografía europea.
El convencimiento de la presencia de Santiago en la historia de España, desde sus mismos orígenes, hace que sus pueblos le tengan como patrón y el más fuerte valedor. El patronazgo del Apóstol no significará menos para España que lo que los santos Cirilo y Metodio para los eslavos. Compostela, y el apóstol Santiago, es a España lo que Chersonisa, en la persona de Vladimir, es al pueblo ruso.
El Camino de Santiago y la peregrinación, desde los inicios del segundo milenio, empiezan a ser lugar de comunicación y encuentro. El locus apostolicus -en última instancia la Traditio, la apostolicidad- aunó a los que emprendieron el Camino. El Camino y la Meta eran el símbolo aglutinador de una visión de la creación, del hombre y de la Historia.

La traslación de Santiago.
Retablo de Rhotemburg (Alemania)
En el Camino de Santiago, Camino de Europa, quedaron las pisadas de santos y pecadores, de sabios e ignorantes, de reyes y gente sencillas, procedentes de múltiples geografías. En los Caminos jacobeos quedó la huella del alma europea. Así lo creyeron Dante y Goethe.
La historia de Europa del segundo milenio ha quedado plasmada en el Camino: en la literatura de viajes y en la poesía del Rey sabio, en el saber del monasterio y del scriptorium, en la bondad de los hospitales y en las Biblias de los pobres de todas las grandes y pequeñas iglesias que jalonan las rutas jacobeas. Camino y peregrino jacobita son preciados símbolos para comprender el itinerario de la Europa cristiana.
Santiago Apóstol, su Ciudad y su Camino -desde el siglo IX hasta hoy- ha conocido días de eclipse, pero nunca dejó de ser la referencia de lo más significativo del ser de Europa, basada en la antropología cristiana. Su ya dilatada historia, con momentos de grandeza y de decadencia, sigue manteniendo en sus arterias la linfa que la ha hecho gloriosa y que todavía puede servir como estrella y luminaria para la Europa del mañana.
Santiago y su Camino no son un arcaico residuo, de interés para los nostálgicos del ayer, ni, como alguien ha apuntado, Compostela no queda reducida a un bonito sueño del pasado, sino que, como señaló Juan Pablo II en Santiago el 9 de noviembre de 1982, el lugar apostólico es punto de atracción y de convergencia. Europa, y no en menor grado España, fue tal porque se encontró a sí misma alrededor de la memoria de un Apóstol. Sin memoria común, sin apostolicidad, no habría habido conciencia de unidad. Europa adquirió su conciencia peregrinando a un lugar que favoreció la comprensión común en el marco de la diferencia. La peregrinación, en continuidad con los orígenes del cristianismo, conlleva el ser misión o expansión de la verdad cristiana. Sin misión no era posible la unidad en la diversidad.
El Camino que conducía a Compostela acercaba, relacionaba, unía a los que, convencidos -convertidos- por la predicación del Apóstol mártir, abrazaban el Evangelio. La Buena Noticia del Apóstol ofrecía a gentes muy distintas un factor de identidad basado en los valores, cristianos y humanos, como son los de la dignidad de la persona humana, del profundo sentimiento de justicia y libertad, de laboriosidad, de espíritu de iniciativa, de amor a la familia, de respeto a la vida, de tolerancia y de deseo de cooperación y de paz. Éstas son las losas que empedraban el Camino, que lo hacían y hacen persistente, que le convierten en signo y símbolo de valores permanentes.

El puente de los peregrinos.
Puente la Reina (Navarra)
Santiago, su Camino, España y Europa, en el pasado conocieron rupturas. Pero en ningún tiempo pasado han sufrido tantas amenazas como con la crisis que está viviendo en los umbrales del tercer milenio.
Santiago y su Camino, es decir, la evangelización, significaron la superación del fantasma de la desunión. Hoy los pueblos del Camino común está marcados por una nueva cultura, heredera en gran parte, de las ideologías secularizadas -señaló Juan Pablo II en Compostela-, que van desde la negación de Dios o la limitación de la libertad religiosa a la preponderante importancia atribuida al éxito económico respecto a los valores humanos del trabajo y de la producción; desde el materialismo y el hedonismo, que atacan los valores de la familia prolífica y unida, los de la vida recién concebida y la tutela moral de la juventud, a un nihilismo que desarma la voluntad de afrontar problemas cruciales, como los de los nuevos pobres, emigrantes, minorías étnicas y religiosas, recto uso de los medios de información, mientras arma las manos del terrorismo.
Ante la desunión, las rupturas y las peligrosas huidas no hay que olvidar que lo importante es que el hombre no sea objeto de fragmentación, que no sea dominado por la incertidumbre y el temor, sino que vuelva a encontrarse, a avivar las raíces; a revivir aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa su historia y benéfica su presencia en los demás continentes.
Santiago y su Camino, el patronazgo de Santiago y España, invitan a una reflexión sobre el pasado y futuro de Europa. Diferentes, y muy distantes unas de otras, son las respuestas que se ofrecen a las preguntas sobre su mañana y sus retos. La aportación del legado jacobeo se puede resumir en lo siguiente: el mensaje apostólico, el Evangelio, es respuesta definitiva y permanente a los problemas del hombre, pero es urgente volver a la autenticidad de los inicios, a la frescura original, a la siempre necesaria conversión.
Eugenio Romero Pose
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