sábado, 28 de abril de 2018

LEVINAS VS. LYNCH; POR ENRIQUE GARCÍA-MAÍQUEZ



La sentencia del caso de La Manada ha levantado una ola de indignación social. Vale, porque ningún poder del Estado está exento de crítica. Otra cosa sería pretender cambiar el imperio de la ley a golpe de movilización o, como se le ha ocurrido al PSOE, dar formación feminista a los jueces, para que hagan un uso alternativo del Derecho. Las reclamaciones del clamor han de canalizarse por un endurecimiento del Código Penal, aprobado en el Parlamento y con todos los avíos constitucionales. Mucho mejor legislar en caliente que hacer hogueras en las plazas.

Otros lo explicarán mejor que yo. Me conformo con fijarme en el voto particular del juez Ricardo González. Su tesis de que no hubo ni abusos sexuales perdió frente a los votos de los otros dos magistrados. Tengo querencia por los perdedores. Y no porque yo, a primera vista (debo de ser el único español que no se ha estudiado aún la sentencia), esté conforme con lo que González sostiene ni mucho menos, sino porque el fracaso e, incluso, la equivocación están infravalorados. Hace falta alguien que arrostre los riesgos de salirse de la unanimidad, siquiera para que los que conforman la mayoría se sientan libres al formarla. Las minorías y hasta la soledad son un bien común. 

El voto particular es una garantía de las garantías del Derecho. La razón se demuestra confrontándose y la justicia exige el choque de las posiciones. Lévinas admiraba un precepto del Talmud: "Si todos están de acuerdo en señalar a un hombre como culpable, soltadlo: es inocente". Nada deroga la ley de Lynch como un voto particular que desarticula incluso el linchamiento intelectual y que, paradójicamente, legitima la sentencia contra la que vota.

Los tres magistrados han sido capaces de aislarse de las demandas sociales extrajurídicas. Han podido sopesar los hechos, las pruebas, las eximentes, las agravantes, los tipos delictivos y sus penas correspondientes. Si el resultado no gusta a los políticos, que protesten contra sí mismos, legisladores y, por tanto, autores del Código Penal con sus ambigüedades y laxitudes. Los magistrados han aplicado la ley conforme a su leal saber y entender y frente a grandes dificultades. Tienen su mérito; y un poco más Ricardo González, que pudo meterse a bulto en la decisión (tan ponderada) de sus colegas, pero creyó que tenía que romper la unanimidad. No sé si su carrera quedará marcada por su gesto. No debería.

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