miércoles, 28 de febrero de 2018

EN MEMORIA DE MI BUEN AMIGO JUAN ROMÁN BORREGO. "EL HORMIGA"; POR FRANCISCO CAMPUZANO MATEOS

Último día de este mes de febrero y con él cierro la edición de SED VALIENTES con el tradicional artículo publicado en su día en "Raíces de Grazalema" por nuestro siempre querido y añorado Diego Martínez Salas.

Hoy traigo un artículo firmado por Francisco Campuzano Mateos que se titula: En memoria de mi buen amigo Juan Román Borrego. "El Hormiga" y que seguro que a mucho de vosotros os traerá muchos recuerdos.

Sirva esta publicación como mi homenaje póstumo a la memoria de nuestro querido Diego por su incansable vocación de promover todo lo que tenga que ver con su pueblo de origen. Sirva esta publicación como muestra de gratitud a su inmejorable equipo de colaboradores. Sirva esta publicación como mi reconocimiento personal a su viuda, hijos, madre, familia, amigos así como a todo el Pueblo de Grazalema y los grazalemeños estén donde estén.

Recibid todos un abrazo con sabor a eternidad,

Jesús Rodríguez Arias 


raicesdegrazalema.wordpress.com

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Por Francisco Campuzano Mateos

El ver escrita la expresión “al pan, pan y al vino, vino’ referida a la forma de hablar claro y sin rodeos, fue la que me trajo una vez más a la memoria, como tantas, el recuerdo del amigo al que debo, entre otras muchas cosas, ser cazador.

Desde muy joven mostró su acusada personalidad, su amor propio, y un sentido muy particular de la justicia, basado fundamentalmente en el dicho de que “el que La haga que la pague”, así como su carácter algo rebelde.

Siempre fue un trabajador infatigable como lo demostró al hacer la mili en el Depósito de Sementales de Jerez de la Frontera. Tal empeño ponía en domar los potros que en una ocasión le dijo el sargento: ¿A ti Román que te pasa? Que unas veces vas encima del caballo y otras lo llevas tú en lo alto.

Lo que no le gustaba era hacer de mamporrero, cuando algún semental tenía que cubrir una yegua; por lo que en una ocasión, al decirle un cabo: ¡Apúntalo Ro­mán!, le replicó con descaro: ¡Yo lo llevo en la memoria.

También estuvo como soldado, en aquellos años de escasez y hambre, en tierras de Huelva; y me refirió cómo algunas noches, con otros compañeros, tuvo que salir a coger membrillos y otros frutos del campo, para saciar su apetito, con el natural cuidado de no ser sorprendidos, o esfumarse de serlo.

Ya en Grazalema, se empleó en uno de los trabajos más duros que puedan existir, como  es  el  de hacer carbón; aunque por su cuenta.

Con lo que supone el uso de la serreta y la hacha para extraer la leña; y de “Las Marías”, para portear las trozas de encina y quejigos, con lo que pesan, hasta el llanete elegido para carbonearlas

Y obtenida la leña, colocarla de forma adecuada para formar el horno, cubrirlo de tierra, que previamente hay que arrancarla del suelo, dejando las oportunas fumarolas, para una vez prendido el fuego por la boca, acudir las veces que haga falta diariamente, para que, según el viento, ardiera por igual para tener el menor desperdicio posible.

Todo ello para evitar las quejas y la bajada de precio de Molinillo, uno de El Bosque que luego se lo compraba, al principio porteando las seras en burros y después en una camioneta.

Y por si este trabajo no fuese ya demasiado duro, en llegando el verano empezaba con el descorche; unas veces en los montes del término de Grazalema, otras en los de Gaucín, Castellar o Jimena de la Frontera.


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Foto: Eugne Harris. Haciendo picón. Una de los duros trabajos a los que se dedicó Juan Román.
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Y es que por aquel entonces cuando yo empecé a cazar con él, a la par de mi hermano Rafael, Gabriel lo había hecho antes, como su mujer necesitaba cien mil pesetas de penicilina mensuales, que le habían recetado, para eso y mantener una casa compuesta por el matrimonio y cuatro hijos, se veía obligado a trabajar sin descanso.

En aquel tiempo la penicilina tenía un precio altísimo; hasta el punto de que salió un chiste diciendo que era debido a que la sacaban del sudor de los peo­nes camineros, que por lo visto no se deslomaban arreglando las carreteras.

Cosa lógica por otro lado; pues ganando once pesetas diarias, precisaban bus­carse un trabajo complementario para llegar a final de mes.

Llegado octubre, como era un cazador más que estimable, cuando levantaban la veda del conejo y la perdiz, mi amigo cambiaba de trabajo, y se dedicaba diaria mente a cazar.

Pero como tenía que juntar cada mes los veinte mil duros de la penicilina, aun­que naturalmente le gustaba más cazar que el carboneo y descorche, seguía obli­gado a sacar un buen  sueldo cazando.

A él me uní yo para practicar mi afición favorita; si bien naturalmente, sin esa perentoria necesidad, lo hacía de forma distinta, mucho más relajado.

Por el contrario él tenía que recorrer a diario muchos kilómetros por aquellas sierras, hasta conseguir abatir el número de perdices que consideraba necesario para conseguirlo.

Acostumbraba a apuntar en una libretita las que diariamente mataba; y el año antes de que se formara el Coto Social, me parece que fueron 1.130, las que pudo vender, a parte de los conejos.

A mí me daba la vida salir con él de cacería, ya que al andar tanto con su pe­rro el Moro, era mucho el terreno que recorría y la caza que levantaba; sobre parte de la cual yo podía disparar; aunque por supuesto sin su efectividad.


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Foto: Eugne Harris. Descorchando, otras de las ocupaciones de Juan Román
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Y el perfecto conocimiento que por ello tenía del cazadero, en razón del viento que corriera, y de la fuerza con que lo hiciera, le permitía dirigirse con exactitud al sitio en que se encontraban las perdices; especialmente en “Los Huecos” y “La Loma de los sandiales”, así como en otros muchos lugares.

Esa habilidad a mí me maravillaba; pero como andaba mucho menos terreno, y además me paraba a menudo para echar un trago o comer un bocado, no supe aprovechar, sino muy escasas veces, esa enseñanza salvo cuando cacé solo.

Pero naturalmente, al cazar los dos tantos días juntos, todo lo que a cacería se refiere en ese entorno, lo aprendí de él.

Pero es que además, como era mayor que yo, y tenía una genuina y original forma de cazar, me enseñó otras muchas cosas relativas a la práctica de la misma. Así acostumbraba a decir, a este respecto, que “la mucha gente para la guerra”, por lo que frecuentemente cazaba sólo o con otros dos compañeros, a lo sumo. Otra cosa que de él aprendí, en esas sierras, fue a comer “a pulso”. Expresión harto acertada, al significar, a mi juicio, hacerlo sin el apoyo de  una mesa. Tengo que reconocer que me encantó comer de esa forma en el campo.

La primera vez que lo hice fue frente al Pozo de Las Presillas, en un sitio próximo a la linde de “Las Albarradas”. Metimos fuego a una ahulagón grande y sobre él cada uno asó su trozo de tocino.

Yo recuerdo que ensarté el mío sobre el grueso tallo de una torvizca y allí lo tuve hasta ponerlo dorado; mientras tanto, sobre una gruesa rebanada de Narváez, recogía las gotas de grasa que desprendía; poniéndolo luego sobre ella, cortan­do con mi navaja albaceteña trozos de pan y tocino que seguidamente me llevaba a la boca, para gozar del deleite del sabor de ambos.

Con la particular ventaja entonces, de que como a continuación andábamos mucho, nada teníamos que temer de ese colesterol del que tanto ahora se habla.

Tampoco puedo olvidar, gracias quizás a que me lo recordó en su bar, las dos últimas veces que estuve en Villaluenga, el Manguito, aquella vez que nos encontró en “Navacillo Frío” al Hormiga y a mí, en una gélida mañana, asando, sobre un brazajo de taramas, un buen trozo de cabezada de cochino ibérico. Otra delicia imborrable, acompañada de pan casero, del Santo Cristo.

Como mi amigo el Hormiga conocía la Sierra como la palma de su mano, sabía donde se encontraban todos y cada uno de los “pilones” que en ella había.


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Un descanso para reponer fuerzas durante una jornada de caza.
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La mayor parte de ellos eran hondilones que tenían algunos tajos horizontales, en los que se almacenaba el agua de lluvia; y que los pastores señalaron con un alto ticho de piedras, para mejor localizarlos.

Eran estos algo muy útil si se tenía sed; bien porque fuese caluroso el día otoñal, bien porque pidieran agua las muchas calorías ingeridas; si bien en invierno había que echar mano de una piedra o la navaja para desprender el hielo de la superficie.

Aunque yo, gracias a mi amigo, utilicé muchos de ellos, ya olvidé sus nombres, si exceptuamos el Pilón de la Sangre.

Cosa nada rara a juzgar por lo que pensaba, ya que cazó con Gabriel y Rafael también, de los Campuzano; decía que si fuésemos cogujadas, esos pajarillos que duermen debajo de un terrón, todas las noches, al acostarnos lo tendríamos perdido.

También me enseñó que, por el peligro que ella representaba (en los días fríos cuando la niebla se pegaba a la sierra, no se debía cazar allí.)

Recuerdo a este respecto, una tarde noche que Frasquirri, Joselillo el del acordeón, Y allí un tremendo nieblazo, buscábamos llegar hasta la carretera, lo pudimos hacer a base de continuos silbidos y un sinfín de tropezones.

Tampoco era aconsejable hacerlo si llovía y hacía viento para nadie y menos para mí, porque se me mojaban los cristales de las gafas y el vuelo de la perdiz o la carrera del conejo se distorsionaba, con las gotas de agua.

Esos días los dedicábamos a buscar liebres en “Cañá Grande”, donde corría menos viento, y éstas abundaban.

Pero si muchas fueron las cosas que me enseñó cazando, muchas fueron también las que aprendí analizando su comportamiento tanto en la caza como en otras facetas de su vida.

Aparte de las razones que le obligaban a diario a hacer abundante cacería también la ello le llevaba su tremendo amor propio.

 Dos ejemplos, prueba de ello, se me vienen ahora a la cabeza.


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Ibamos una mañana con él, Joselillo el del acordeón y yo, cazando por encima del Calvario en dirección al Tajo Mahón.

Al llegar a los Huecos, yo, casi como de costumbre, no había matado nada, el Hor­miga dos perdices, pero José, que también era un buen tirador, llevaba tres en su bolsa de cuero.

Desde ese momento perdimos de vista a Juan; y no dimos con él hasta no coronar el Puerto del Boyar; para entonces ya llevaba colgadas de la tablilla de la bo­ca de su zurrón, siete perdices.

No le gustaba que ni en el trabajo o la caza nadie le sobrepasara o pisara su terreno.

LLegados finales de Enero, las perdices que en bandadas se levantaban por deba­jo de la Cruz del Picacho, hartas de que le pegaran tiros cada vez que lo ha­cían, cambiaban su forma de volar; y en vez de tres vuelos, hasta llegar a po­sarse en el Peñón Grande, daban solo uno largo para alcanzar el mimo destino.

Por esa razón, esos días, mi amigo acostumbraba a buscarlas allí, bordeándolo por la cueva del Contadero, en lo más alto, consiguiendo de esta forma muy bue­nos resultados.

El hecho de que muchas de las perdices que matara, pudieran caer por debajo del Tajo Mahón, no le preocupaba; de una parte por la habilidad que tenía para calcular el sitio en que habían caído, y de otra porque al bajar,e1 Moro se las bus­caba.

Pero una tarde, a punto de anochecer, estando allí, al bajar a plomo por una de las faldas del tajo, con una buena percha, para llegar más pronto a su casa, se quedó “empoyetado”, sin poder salir de donde estaba ni para arriba ni para abajo.

Preocupado por encontrar la solución a su problema, como le quedaban cinco cartuchos, pensó pe estaría en que al hacerse más de noche, extrañados su mujer e hijos de que hubiese llegado, acudirían al Cartel de la Guardia Civil a pedir ayuda, y que al dispararlos uno a uno espaciados, eso ayudaría a localizarlo.

Pero al punto, en otro ataque de amor propio, al caer en la cuenta de la guasa que tendría que soportar en la tertulia del Bar de Juan Lara, tanto de él como de los otros cazadores, cambió de opinión.

Se despojó del macuto y la escopeta que dejó caer sobre una gran carrasca que había por debajo, y a continuación se tiró él, con la suerte de no hacerse sino unos rasguños, alguno del brazo de cierta consideración, pero del no hizo ni caso:

Como también en otra ocasión, un 18 de Julio de no recuerdo el año, le dio coraje que mi mujer pelara seis conejos y él solo cinco, de los once que ella iba a guisar para los amigos cazadores.


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Durante un torneo del Tiro al Plato, junto a un importante grupo de cazadores de Grazalema.. Juan aparece de pie el quinto desde la izquierda junto a quien porta el trofeo,
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Hasta ahora he hablado de las muchas cosas que me enseñó en relación con la caza y su forma de practicarla. Pero no fueron menos las que aprendí, mientras Comíamos en el campo o en las tertulias del Bar de Juan Lara, en otros aspectos de la vida en general.

Hasta el punto de que yo lo tenía catalogado como “el filósofo serrano”, en fun­ción de las ideas tan claras y ajustadas a la realidad, como tenía de algunas facetas de la vida humana.

Me llamó la atención sobre todo sus ideas sobre la Política

La comparaba con una cochina, que, teniendo doce tetas, paria trece gorrinos. Lo que hacía que uno de ellos, el político, empeñado en encontrar una ubre, no dejaba de molestar al resto de la camada, hasta lograrlo; y cuando lo lograba, mamaba, mamaba, y mamaba hasta dormirse satisfecho.

Decía también que el que ocupara un puesto debería primero haber demostrado su habilidad en otro anterior o al menos en administrar su casa; y a ser posiblemente rico, para no tener la necesidad y tentación de disponer de los dineros públicos.

Y contar con otros ingresos para poder dejar el cargo, en un momento dado, por su voluntad, cosa que no podría hacer de lo contrario.

Quizás por los trabajos tan duros que desarrolló, y la enfermedad de su mujer, su carácter generalmente era serio y duro su trato.

Sin embargo el convivir a diario descorchando, con una cuadrilla de hombres jó­venes, propensos a gastarse bromas, en alguna ocasión lo hizo gastar alguna a sus amigos.

Muchas veces lo invité a comer en casa a mediodía; pero siempre estaba ocupado cazando, nunca podía hacerlo.

No obstante una noche en la reunión que teníamos en Casa Lara, me dijo que  cazaríamos por la mañana e iríamos a comer a casa. Yo, en previsión de lo que comía, le dije a mi mujer  que le echara papas a la “olla”.


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Bar de Juan Lara, también conocido de los cazadores que existió en la antigua plaza de abastos. Lugar de reunión y tertulia habitual de los cazadores de Grazalemaa.

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La verdad que ambos lo hicimos bien. Al final, como yo no acostumbro  a beber agua sino después de los postres, trajo mi mujer una jarra y dos vasos; me sirvió a mí uno que yo esperaba; pero cuando le preguntó a Juan que si quería, él con mu­cha sorna le replicó; ¿Vd. se cree que yo he comido para necesitar beber?

No le hizo mucha gracia a mi mujer la broma. Y como buena rencorosa, se la guardó. Y días más tarde, al volver de cazar, cuando charlábamos los tres en la puerta de la casa, mientras El Moro estaba tendido sobre uno de los escalones de la de Juanito Lelé, sale mi mujer y me comenta; ¿Te acuerdas Paco la de veces que te he dicho que hay partos que tienen una cara parecida a la de sus amos? Pues mira los ojos de hormiga que tiene el Moro.

Aunque el trato más duro lo mostraba con su perro.

A veces cuando el Moro llegaba gazaleando, al subir aquellas empinadas cuestas, después de cobrar una perdiz que cayó lejos, no se paraba a recogérsela, sino que seguía andando, con el perro detrás con la perdiz en la boca, hasta llegar a un sitio donde se pudiera sentar, quitarse el zurrón, y colgarla en la tablilla que tenía para poner las piezas.

A mí me daba pena y coraje de esto, al ver al animal tan cansado; y una vez que además ni siquiera le hizo una caricia por la buena faena realizada, se lo cri­tiqué; pero como explicación, lo único que añadió fue que para su desgracia, el que había nacido perro era el Moro.

Sin duda que su continua dedicación a la caza y al pingüe resultado que de ella sacaba, le dieron una fama y un prestigio entre los restantes cazadores.

Por ello y por su condición de persona formal cuento lo que ocurrió una noche en la tertulia del bar de Juán Lara.

Se presentó un grazalemeño que trabajando en Alemania, había venido de vacaciones de Navidad, a pedirle autorización para cazar con él la mañana siguiente; por lo que quedamos citados en el tajo del Burro Caído. Los tres fuimos en mano hasta dar vista a Peñaloja, para luego regresar; la más alta pa­ra El Hormiga, la del centro para mí y la baja la llevaba el emigrante.

Poca cacería o muy lejana levantamos al principio ya que ningún tiro se sintió; pero de regreso, frente a Cueva Dos Puertas y por debajo de ésta, tiró Juan una pájara, a la que yo vi soltar plumas, pero que se me tapócon unos tajos, que también me impedían ver al acompañante.


Juan Lara con Juan el Palmero en su bar
Juan Lara  en el Bar de José El Palmero, “La Maroma”. Otro de los lugares habituales de tertulia de cazadores
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Se paró el Hormiga y mandó al Moro a cobrarla; faena que por entonces siempre resultaba entretenida e interesante.

Como quiera que el Moro por viejo y de tantos tiros cercanos, estaba más sordo que un tajo, su amo con el brazo le indicaba la dirección en que debía emprender la búsqueda; al poco el perro volvía la cabeza en busca de una nueva señal que lo orientara; y cuando el Hormiga consideraba llegado el momento, por estar el perro cerca del sitio en que había caído la perdiz, hacía unos círculos con el brazo, suficientes para que el animal, esmerándose, la encon­trara.

En esta ocasión además la faena añadió un halo de misterio; porque el Moro, al llegar al sitio exacto donde las plumas del pechugazo, después de hacer unos giros por si se hubiera ido apeonando, no encontrar la perdiz, se paró y miró fijamente al Hormiga esperando tener que iniciar la búsqueda por otro sitio,

Pero como no hizo ningún gesto, el perro extrañado regresó buscando la compañía de su amo.

A mí me quedó la duda de que pudiera haberse escapado apeonando, a pesar del rastreo de perro, cosa bien rara después de golpetazo que la perdiz dio en el suelo.

Pero a mi amigo le quedó por lo visto la cosa muy clara, ya que al estar más alto y dominado el terreno, pudo ver lo sucedido.

Por lo que aquella noche en el Bar de Juan Lara, al aparecer este individuo, bien serio y sin miramiento alguno, le dijo: ¿tú no vendrás a ver si mañana vamos otra vez de cacería, después de la faena que te cargaste esta mañana?

Y este, al verse sorprendido, sin pedir ni dar ninguna explicación, dio las bue­nas noches a los reunidos, sin que lo viéramos más aparecer por Casa Lara.

No era mi amigo y maestro hombre al que mosquearan los reveses que la caza pre­sentara, a pesar de la necesidad con que la practicaba.

Pero sí una mañana vi cómo se lo llevaban los demonios, con toda la razón del mundo.

Habíamos dejado el mil quinientos en el Puerto de Las Mesas, y empezado a cazar por debajo de Monte Prieto, en dirección a la Cañada de Los Melchores.

Nada más empezar a andar por debajo de mí y a la derecha, se levantó una perdiz de esas que por tener el terreno a favor, se dejan caer sin hacer ruido con las alas, por lo que yo no la vi; pero sí lo hizo el Hormiga, que de un tiro la echó al suelo; pero vino a caer por debajo del tajo, sin que por allí pudiera bajar el Moro, por lo que pensamos buscarla al regresó

Tan solo unos minutas después se levantó otra alta y a la izquierda, a la que yo no acerté; le tiró el Hormiga y unode los plomos del seis de su cartucho, acertó a darle en la cabeza; por lo que inmediatamente comenzó a hacer la torre, ascendiendo recta hacia el cielo, hasta que se le acabó la vida.


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Percha de cazador tras un día de caza por las sierras de Grazalema
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Contemplábamos ambos satisfechos la caída en vertical hacia el suelo, cuando vimos volar un águila como tonta y suavemente; pero que de pronto hizo un vertiginoso descenso en picado, y a dos metros del suelo, agarró con sus garras a la perdiz y se la llevó.

Previsor el Hormiga disparó un tiro al aire, pensando que con el susto abriría las garras y podríamos cobrarla. Pero sería vieja y más puesta que la jaca del Duque, que sin inmutarse siguió alejándose con su presa. Por lo que solo pudimos dedicarle una serie interminable de calificativos e improperíóss que no nos aliviaron del todo de nuestro cabreo.

Ahora releyendo estos retazos de su vida, me alegro de haber decidido escribirlos, por la muchas cosas que me contó, en los muchos días que cazamos juntos en las sierras y los maravillosos montes de Grazalema, o en las muchas horas: detertulia que pasamos en el Bar de Juan Lara.

Esto me trae a la cabeza lo que me sucedió con él una mañana que estuvimos a las torcaces en “Los LLanos de Pedrullo”, lindando con Mercancina, por donde pasaron palomas y escapamos bien.

Cuando dejaron de pasar estas hacia el lugar de su sesteo, al regresar nosotros a la Casa de Retamalejo, sin venir acuento, el Hormiga me dijo: “Y ahora vamos a ir de cacería (de cacería) de lobos”.

Como ya sabía yo que por allí no existían desde muchos años atrás, ni siquierat molesté en preguntarle el significado de tal expresión, aunque naturalmente sentí deseos de saber lo que quiso decir con ello.

Pronto al llegar allí, lo averigüé, al ver sobre una robusta mesa tocinera de nogal, un tazón frailero de porcelana blanca con auténtico café negro, del que traían los recoveros de Gibraltar, con inconfundible aroma, y leche de cabra recién ordeñada y hervida a más de un plato sopero con numerosos chorizos caseros, y manteca coloré así como dos servilletas y otras tantas navaja a más de media hogaza de pan del que allí horneaban

Yo la verdad, como era la primera vez que en aquella casa comía, ante aquella tentación andaba un poco corto.

Me limité a cortar una hermosa rebanada de pan, y untarle una discreta capa de manteca colorá que empecé a comer con deleite.

Pero como El Hormiga conocía mi saque al comer en la sierra, tocino y carne asada sin duda para ofrecerme ánimo y confianza, se sacó de la manga este razonamiento, con el que sin duda consiguió su objetivo atinadamente.

Me preguntó: ¿tú sabes lo que va a decir cualquiera de estos a cualquiera que venga a la casa, después de que nos vayamos?. Pues que esta mañana Paco Campuzano y Yo hemos desayunado aquí.

Y si lo va decir, mejor que lo dejemos en buen lugar; así que aplícate a los chorizos que son extraordinarios. Admirable y acertado consejo.

Unos días antes de que yo me casara, en la Fuente del Fresno, donde aquel médico del bigote, de Segovia, que tenía fama de comer mucho, después de terminar de hacerlo veinte minutos antes que él, le dijo: ¿Y a vd. le llaman Hormiga? ¡Vd. es un camello, que come para siete días!

Pues allí me dio otro sabio consejo para que nunca dejara de cazar.

Me dijo: Cuando vuelvas del viaje de novios, el primer día que se pueda cazar, por nada del mundo dejes de hacerlo; de lo contrario, cuando llegue el siguien­te tu mujer te recordará que tal día no lo hiciste y no te pasó nada. Y así se­guirá diciéndotelo en días sucesivos, hasta conseguir, si se lo propone, que dejes de ir de cacería.


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El autor de estas líneas durante aquellos años de caza.
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Yo contraje matrimonio el catorce de Diciembre de 1.964; y tal caso le hice que el día de Nochevieja, después de tomar las uvas con mi mujer y mis suegros, me fui para Grazalema, a cazar con el Hormiga el día de Año Nuevo.

Y curiosamente todos los días año nuevo, hasta que él por su enfermedad no pudo acompañarme, salimos de cacería, a pesar de acostarnos tarde.

Y cumplidos los ochenta y dos años, sin faltar uno, he ido de torcaces, la úni­ca que mis piernas me permitían, con la colaboración inestimable de mi sobrino Manuel M.

Por mi fe ciega ,en seguir sus consejos, por pasar hasta 19 días sin matar nada en su compañía o sólo, y perseverar; por la noche que me pasé en blanco conduciendo desde Bilbao a Grazalema, para cazar a la mañana siguiente en mi Pueblo, y no sé si por alguna cosa más, quizás llevara razón al decirme, en más de una ocasión, que cualquiera podía cazar más perdices, conejos o palomas que yo, pero que a afición, no había quien me ganara.

Como él cargaba sus propios cartuchos, yo periódicamente le traía de la armería del Boni: pólvora, perdigones, vainas, tacos y tapillas. Eran como él, muy fuertes, hasta el punto de que hicieron saltar astillas de las escopetas de José Mario y José Manuel Hort, el farmacéutico.

Cosa que aprendí también yo de él; pero tuve que dejar de dispararlos por ese motivo. Recuerdo a este respecto, que le dejé una caja a mi amigo Jeromín que solo pedía que fuesen suaves de precio, en una palabra gratis.

Y al interesarme por el resultado, aquella noche en Casa Lara, me dijo que había estado en la sierra, camino de Villaluenga, y había matado seis perdices; supongo que sería en La Carné de Puerco en la que entonces había muchas

Y al preguntarle por la “suavidad” de los cartuchos, me dijo que bien, que lo que sí había notado era que al disparar, la uña del dedo gordo del pié derecho le latía, como si pretendiera desprenderse.


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“El preciso”. Elemento imprescindible de todo cazador y hombre de campo de Grazalema en el que se portaban los avíos para furmar. Foto cedida por Esperanza Cabello Izquierdo.
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Era por otro lado amigo de sus amigos como lo demostró en muchas ocasiones; especialmente con José M. Hort, cuando le detectaron su cáncer de pulmón; que todas las mañanas iba a su casa, antes de ir a cazar, encederle Ia chimenea; y luego lo acompañaba por la tarde a los zorzales bien al Puerto del Acebuche o a La Erilla , hasta que aquel pudo salir al campo.

Al que también le hizo un zurrón de piel de jabalí, idéntico al que él, con anterioridad, se había hecho, para llevar la talega con la comida y otros menesteres como cartuchos y la caza obtenida.

También le mostró su amistad al Niño de Retamalejo, cuando por la misma razón, lo acompañó al Hospital de Ronda y luego a recogerlo de allí, cuando le quedaban pocos días de vida.

Cuando murió la mujer, al no tener ya que juntar el importe de las medicinas, pudo permitirse el lujo de tirarle a los zorzales, piezas que por su valor an­tes no le permitían conseguirlo.

Sobre los zorzales recuerdo una anécdota que expresa su calidad como tirador. Había yo invitado amiamigo Boni, y al guarda del coto de Illora, aunque allí había más, a Grazalema a tirarlos’.


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Y aquella tarde en el Puerto del Acebuche, al llegar, veo a Boni, un consumado zorzalero, dando consejos de cómo tirarlos al Hormiga, que escuchaba muy atento que para mejor cobrarlos, lo ideal era hacerlo en la cruz, cuando justamente estuvieran en la vertical del cazador, ya que así caerían más cerca.

En esto que entran dos zorzales en el lugar en que estábamos; uno a la izquierda y otro a la derecha, y el Hormiga abatió a los dos, uno tras otro; con lo que Boni, un tanto cortado, interrumpió sus explicaciones para decirle: Entonces Vd. ha tirado ya zorzales, ¿no?

Otro día en el mismo sitio, al terminar la tirada, nos llevamos los dos una gran alegría. Mientras regresábamos hacia el coche, le comentaba yo que cada vez iba más gente a tirarlos, porque hasta había visto un coche con matrícula S de Santander. Cuando a la altura de este, nos encontramos con mi hermano Gabriel, con el que tantas veces había cazado él en la sierra, hasta que dejó de ir a hacerlo a Grazalema.

Al llegar a este punto, como no me trazo un plan de trabajo por temas, no tengo más remedio que meditar en las cosas, aparte de las ya relacionadas, que haya podido olvidar de las que me enseñó o tenga que agradecerle.

Así se me viene a la cabeza, algo que me ocurrió con él una Semana Santa; como durante esos días no se podía cazar, se venía a casa y a más de cuidar de reponer la leña de las chimeneas del comedor y la cocina, y el picón de los braseros, jugábamos al tute al cuento” o a “La Malilla”, juegos a los que también me enseñó. Y con motivo de ello, también me dio a conocer una antigua costumbre.


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Zorzal
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Como quiera que un día observé que, sin querer tal vez, me hizo varios renuncios al echárselo en cara, se disgustó, peleamos, y estuvo dos días sin venir por mi casa.

Al tercero, estando yo entretenido haciendo un crucigrama, en la habitación de la entrada, sentí que levantaron la aldabilla de la puerta, sin que nadie pasara al interior; y al mirar extrañado, vi que una gorra atravesó el vestíbulo y vino a caer sobre una de las macetas que lo adornaban.

Me levanté y al tenerla en la mano, por sus cuadros blancos y negros, me dio la impresión que era la del Hormiga, por lo que recogiéndola, con ella salí a la calle.

Y en las lanzas del atrio vi apoyado a mi amigo: al preguntarle qué significaba aquello me lo explicó de la siguiente forma.

Por lo visto era lo que hacían antiguamente cuando dos hombres andaban peleados; iba uno a la casa del otro y hacía tal operación. Y si este se la devolvía, hacían las paces; de lo contrario continuaban enfadados.

Como yo se la entregué, ambos quedamos muy satisfechos.

Y a la hora de agradecer me toca estarlo tanto a él como a Jeromín, que fueron los que me hicieron, después de pagarles, el carril desde El Agua Fría al Santo Cristo, por el que tantas veces bajé allí con el Mehari, y subí al Pueblo.

Granada 24 de Noviembre de 2.015


Francisco Campuzano Mateos


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