lunes, 29 de enero de 2018

DECLARACIÓN DE PARÍS; POR ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ



Es una declaración de amor. El manifiesto, firmado por grandes intelectuales (Robert Spaemann, Roger Scruton, Rémi Brague, entre otros), pretende enfocar los problemas de verdad de Europa. Lo hace por puro amor a nuestros diversos países, a la idea común de Europa y a la cultura occidental. Pero los políticos -decíamos ayer- se sienten más cómodos en el regate corto y en la ruidosa polémica microscópica.

Antes de seguir, he de confesar que yo soy firmante del manifiesto, lo que, me temo, no añade nada a su prestigio, pero explica que no haya hablado antes de él, aunque se hizo público el 12 de octubre del año pasado. Tengo el prurito de no repetirme, y si ya había firmado la Declaración de París, por qué plagiarme. Pero hace falta, para tratar de conjurar la maldición de Casandra. La política profesional no termina de levantar la vista, enredada en sus enredos. Puigdemont presume de que le está montando un pollo al Estado, y se lo reconocemos, e incluso añadimos que es un pollo sin cabeza. En cambio, la política ha de aspirar a más: al vuelo de las águilas, a soñar como los ruiseñores, a renacer como el Fénix. El pollo ha de tener un protagonismo limitado, y hay problemas, como la cultura de la muerte y la pirámide poblacional, que son buitres leonados.

En una prosa limpia y con argumentos nítidos, la Declaración expone sus propuestas. Hay que distinguirle dos dimensiones. La primera, es el planteamiento de los retos de Europa, y ahí resulta indiscutible. Ha olvidado sus raíces cristianas y clásicas. Tenemos un problema demográfico multiplicado por la crisis familiar. No encontramos un modelo para acoger la inmigración que sea a la vez generoso y seguro. Nuestras universidades adolecen de empuje y amor a la verdad. El discurso de lo políticamente correcto inmoviliza la libertad de expresión. Se nos quiere convencer de que la gran creación europea, los estados-nación, son el gran inconveniente a la integración europea, cuando son su base.

La Declaración ofrece respuestas. Muy güelfas, por cierto: partidarias de la soberanía de cada estado-nación, de las raíces cristianas, de la resistencia moral al imperio de la burocracia, del distributismo económico, del perfeccionismo legislativo, etc. Nuestras soluciones (de los firmantes) serán discutibles, pero nuestros problemas (de todos los europeos) son insoslayables. ¿Qué esperamos para discutirlos? El tiempo apremia.

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