No hay que desesperar nunca de una fotografía. Mejorará, como los vinos, con el tiempo. Diez años después, saldremos estupendos. Se trata de una verdad agridulce, sobre todo para los que somos poco fotogénicos. ¡Lo que tiene pensado el tiempo hacer conmigo que incluso esta foto la veré maravillosa!
No lo digo aún por la foto del Diario, aunque, en cuanto me vea bien en ella, tendré que ponerla al día, como ya ha sucedido dos veces. Esta vez es masivo. Hemos abierto una caja llena de fotografías de hace veinte años. Verlas ha sido asomarse a un espejito mágico. Por lo guapos que estábamos entonces. Quien le tiene manía a lo de Jorge Manrique de "Cualquiera tiempo pasado/ fue mejor" ha visto pocas fotografías suyas de hace dos decenios.
Más allá de la elegía automática, me pasma descubrirme de golpe tan mayor. Hace poco me han sometido al cuestionario Bolaño y una de sus preguntas era: "¿Qué opinión te merecen los hombres/mujeres menores de treinta años?" Respondí: "Para su total perplejidad, los veo como coetáneos. Yo me quedé en esa edad, por dentro. Pero sin satisfacción, sino con grandes deseos de madurar, que no se cumplen". Esos deseos de madurar no se cumplirán por dentro; por fuera, se ve que es otra cosa, aunque no cale. Viendo mis fotografías, ya no me extraña la perplejidad de los menores de 30 años cuando me ven viéndome como ellos. Cuánta razón tiene Ignacio Peyró: "Más que hacerse mayor, lo que cuesta es deshabituarse de ser joven".
Para poder traerme a la actualidad que exige una columna de opinión el impacto sentimental de esta caja de fotos, que no me deja pensar en otra cosa, ideé conectar el artículo con los 20 años recién cumplidos de "Saber y ganar" y de Jordi Hurtado, congelado en el tiempo. Pero he visto sus fotos, y cómo trata el hombre de disimular el paso de los años a base de cambiar la montura de sus gafas, y he preferido dejarlo correr. He vuelto, como siempre, al consejo de Javier Almuzara: "Todo lo que no sea ganar la eternidad es perder el tiempo", que es el mejor anti-envejecimiento que conozco, aunque muy exigente. Si se trata de un consuelo puro, mejor Gómez Dávila, que sostenía que envejecer con dignidad consiste en no avergonzar al adolescente que fuimos ni traicionar sus ideales. Yo he aguantado la mirada del mío en las fotos, con un pellizco en el corazón. Él sonreía. Me preferiría menos gordo, sí, pero no está decepcionado.
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