viernes, 20 de noviembre de 2015

INFILTRADO; POR ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ

Diario de Cádiz

SU PROPIO AFÁN

Infiltrado

ENRIQUE / GARCÍA-MÁIQUEZ | ACTUALIZADO 20.11.2015 - 01:00
NOS quejamos de vicio, literalmente: por el vicio de quejarnos casi siempre. Durante años me he recitado (recetado) al oído el aforismo-antídoto de Gracián: "La queja trae descrédito". El quejica aburre a los demás y acaba labrándose un sólido desprestigio. En Un año en la otra vida, el nuevo libro de José Mateos, hay otra fórmula magistral. Cuenta el poeta jerezano que las quejas expulsaban al quejumbroso de ese paraíso que podría ser su situación si la mirase con mansedumbre. Exceptuando casos extremos, estoy de acuerdo. Son tus mismas quejas las que, como un ángel flamígero y barroco, te echan del Edén. 

Para cuando se me pasen los efectos de esa imagen, recordaré la vida heroica y oscura de los infiltrados. Ha sido uno de ellos, un policía infiltrado entre los yihadistas, el que ha hecho posible la detención de los del barrio de Saint-Denis, que planeaban una segunda ola de atentados en París. Quienes nos quejamos mucho de nuestro día a día, tendríamos que imaginar a menudo la rutina de un infiltrado. Oír a todas horas las soflamas disparatadas de unos islamistas suicidas tiene que ser, en efecto, para suicidarse. Y obligado a fingir, encima, un entusiasmo absoluto. Calculen la tensión vital de que no se te pueda notar en la cara ni el más pequeño signo de repugnancia o desprecio y de que, a la vez, no se te marque en el alma la más mínima muesca de comprensión o adoctrinamiento. Y la tensión moral de ganarte minuciosamente una confianza que tendrás que traicionar para ser fiel a unos valores que sabes muy superiores pero a los que has de aparentar que desprecias muchísimo. Si hay un trabajo oscuro y agotador, es ése. Y sin la más mínima posibilidad de quejarse ni tiempos de descanso ni de desahogo. Luego, serán los héroes -aunque sin que nadie lo sepa- que terminan salvando decenas, cientos, miles de vidas. 

También llevaban una vida arrastrada y secreta los jesuitas que se infiltraban en la Inglaterra isabelina para atender a los criptocatólicos. Trabajaban de jardineros o de siervos, y se les conocía como "the God's spies", los espías de Dios, pues lo eran. Tampoco protestaban, porque el que se queja se descubre. 


A veces nos lamentamos porque estamos muy convencidos de que mereceríamos otra situación u otro trabajo o más reconocimientos; y nuestras quejas son la prueba de que no los merecemos. El mérito de verdad siempre está en los infiltrados, que callan.

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