sábado, 1 de julio de 2017

LA SOLEDAD DEL CORRECTOR DE FONDO; POR ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ


Diario de Cádiz
Algunas veces he comentado que educar a los niños resulta muy duro. Siempre se comenta que la buena educación es un privilegio personal y una ventaja social que se adquiere sin mérito propio, y es verdad: el mérito es de los padres. Espero, sin embargo, que esos comentarios jamás se me hayan entendido como una queja o un lamento. Son como los del alpinista que se goza en la dureza de la ascensión y en la altura y dificultad de la cumbre. O los del maratoniano que adora los kilómetros que le devoran.
Con ese espíritu, he detectado un nuevo escollo fascinante: la madre de mis hijos, dicho sea con el debido respeto. Reconvenirles a ellos conlleva el peaje de una reconvención a mí en voz baja, más temible. Ejemplos: si les afeo el desorden, ¿de quién creo que lo han aprendido, eh? Si que estén llorosos y lánguidos, la culpa es mía porque no los acuesto temprano y les rio la gracia del trasnoche. Si comen entre horas, ¿como quién? Si no obedecen a la primera, yo, por lo visto, tampoco voy corriendo en cuanto ella me llama, empeñado en terminar el párrafo del libro que estoy leyendo, con lo que eso irrita. Incluso si ocasionalmente les riño sin que un mal ejemplo mío arruine mi mensaje, es el tono, el volumen, la ocasión o la falta de equidad… Esto vuelve a no ser una queja, ojo, sino un orgullo. Educo asumiendo que se me aplicará la más milimetrada ley del Talión, aceptando mi sino en el cumplimiento del deber.
Qué verdad que con la paternidad se entiende a nuestros padres mucho mejor. Pienso en el mío. En todos. En esa frase clásica de que el padre riñe menos, pero con más fuerza, en última instancia, poniendo fin a los recursos de casación. Parecía una vieja costumbre procesal. Ahora entiendo el choque ciego de hábitos por debajo de la dichosa frase: el dulce instinto maternal contra el logos paterno, incluso en los casos más felices y bienavenidos. Por eso los padres se reservan o, incluso acaban, rendidos, dando un paso atrás, abrumados por su falta de ejemplaridad. La sociedad tampoco ayuda o, mejor dicho, entorpece. Antaño, quizá, fue una aliada, pero ya del heteropatriarcado no quedan ni las migas y hemos de andar a la intemperie. Ánimo, compañeros, colegas, compadrinos. Eduquemos contra viento y madrazas. Cuando menos lo esperemos, en lo que de verdad importa -cuestión que también saben ellas perfectamente-, vendrán a apoyarnos (o iremos nosotros, da igual).

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