El poeta Jesús Montiel (Granada, 1984) ha encontrado en los árboles de su calle doce motivos para vivir contento. Lo dice en un libro de prosas mínimas recién publicado que nos regala un decimotercer motivo para vivir feliz: El amén de los árboles (Esdrújula, 2019).
Emily Dickinson advirtió que "La vida es suficiente poderío". Montiel se admira de esa cita, que le alimenta durante todo un día. Lo mismo hace con nosotros: la vida. Y más allá, el amor. Con un aforismo, Montiel constata cuanto basta: "Amé: currículum para la muerte".
Lo que el libro no dice explícitamente, aunque sí quizá entre líneas, es qué hacer entretanto. Quiero decir, estando ya uno satisfecho con los árboles, pletórico de pura vida, preparado para el examen final de amor, ¿qué postura adoptar ante las demandas y las ofertas del vivir cotidiano? ¿Buscar, renunciando a casi todo, un minimalismo máximo? ¿O meterse en todos las charcos consuetudinarios, administrativos y políticos con la seguridad de que los árboles al final siempre vendrán a salvarnos? Esta última parece que fue la opción de Haijin Ryôta cuando escribió un haiku que me retrata: "Enfadado, ofendido,/ regreso a casa, pero/ -oh, el sauce del jardín".
Montiel confiesa algo que puede ser una pista: "Este domingo he cometido un pecado gravísimo: a la hora de saber qué pasa en el mundo, me he fiado antes del periódico que de los árboles del barrio". Obsérvese que no renuncia al periódico, esto es al ajetreo del enjambre, sino que se lamenta de haber alterado apenas el orden de los factores. Cuenta Montiel que santa Teresa se avergonzaba de sus levitaciones míticas y que, con grávido sentido del humor, las consideraba anecdóticas. Ella prefería una extrema atención a lo cotidiano. El más allá revaloriza, al contrario de lo que se dice, el más acá, deduce Montiel, en línea con su maestro Christian Bobin. Y da así con la frase del libro: "La verdadera proeza de esta mujer, la de los santos, es la de flotar hasta tocar el suelo". Los árboles, al aire sus brazos verdes, hunden sus raíces poderosas en el suelo. También eso forma parte de su lección diaria
Lo dice una vez más con más belleza y alegría aún: "El asombro adelanta a la prisa". Esto es, el contemplativo no renuncia a la prisa del hombre ocupado, sino que la ralentiza en brazos de lo hermoso. Mi conclusión: se puede asumir sólo toda la prisa que el asombro sea capaz de adelantar.
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