sábado, 22 de febrero de 2014

DIOS EN TÍ, AQUÍ Y AHORA.

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Padre Carlos Padilla
Este domingo escuchamos lo que somos. Dios nos dice que somos santos: «Seréis santos, porque Yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo». Dios ha puesto su gloria en nuestro corazón, ha sembrado su vida divina en el alma. Somos santos porque Él mismo es santo.

San Pablo añade que somos templos de Dios: « ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros. Que nadie se engañe. Si alguno de vosotros se cree sabio en este mundo, que se haga necio para llegar a ser sabio. Porque la sabiduría de este mundo es necedad ante Dios». 1 Corintios 3, 16-23.

Se trata de anhelar y cuidar la intimidad con el Señor. Se trata de vivir en el propio templo de nuestra carne en profunda unión con Dios. Él habita en nosotros y nuestra vida cambia.

Pero a veces ese templo no tiene orden, falta la paz, hay suciedad y obstáculos que no nos dejan subir más alto. El alma nos pesa. Nos pesa y tira de nosotros hacia abajo, hacia la tierra en lugar de aspirar al cielo. Nos esclavizamos torpemente. Queremos aprender a amar en Dios y nos amamos a nosotros egoístamente.

Queremos aprender a perfeccionarnos en el amor. Escribía Lope de Vega: « ¿Cómo podré, Señor, querer quereros cuanto deseo por poder serviros? ¿Qué lágrimas, qué afectos, qué suspiros derramaré, tendré, daré por veros? ¿Cómo podrá mi alma recibiros, siendo tan imposible mereceros? ¿Cómo las tiernas quejas que os envío, podrán, Jesús dulcísimo, obligaros?, mas, ¿qué os pregunto yo? ¡Qué desvarío! Amaros quiero ya, no preguntaros, porque el modo de amaros, Jesús mío, Bernardo dice que es sin modo amaros».

Sí, no nos sentimos dignos de su presencia y la anhelamos. Queremos aprender a rezar, a ver a Dios en nuestra vida, a amarlo en el templo de nuestro corazón.

Está en lo humano, en lo cotidiano, en nuestra vida tantas veces rutinaria. Sí, aunque nos gusten las cosas espectaculares y los encuentros de Dios extraordinarios, Dios nos habla en nuestra propia vida, en el templo santo del alma, lleno de amores y desamores humanos, lleno de encuentros y desencuentros, de decisiones acertadas y desvaríos, lleno de rutina. Allí está Dios aguardando, queriendo habitar nuestro corazón.

Así es Dios que nos busca y nos ama cada día. Quiere que seamos un templo habitable, porque cuando Él habita todo cambia.

Un poema del padre Joaquín Allende dice así: «Muro de hielo, torrente de montaña, bajando desbocado, sin remansos ni playas, así era mi alma antes de que Tú llegaras, antes de tu vida sosteniendo la mía, antes de tu barca, tomando posesión de mi historia. Desde cuando acepté, que me alzaras como río en el hueco de tu mano, para hacerme el alma navegable con la temperatura de tu paz. Desde entonces pueden recorrerme los navíos y los débiles, sin peligro de encallar en mi dureza, pueden recorrerme a su velocidad mejor, pueden por merced tuya María, pueden dentro de mí, pueden dentro de mí, alcanzar, el océano del Padre».

Nuestra alma, cuando no habita Dios en ella, es un muro de hielo, un torrente en crecida. Imposible navegarla. Todo es así hasta que María, hasta que Dios, habitan en nuestro interior y nos hacen navegables. Es el sentido de nuestra vida. Ser un mar navegable en el que muchos puedan encontrarse con Dios, descansar en su regazo.

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