Padre Carlos Padilla
Hoy pedimos que ni siquiera las exigencias de los demás ahoguen nunca nuestra capacidad de amar. Estamos ante una imagen muy positiva de Dios. Dios no nos pide lo más fácil: «Amarás a tu prójimo, aborrecerás a tu enemigo». Ese amor es evidente. Todos podemos dar al que nos da, ayudar al que nos ayuda, hablar bien del que habla bien de nosotros. Amar así lo pueden hacer todos. Porque nadie ofende al que le halaga. Nadie golpea ante una caricia. Nadie se cierra a un don entregado con amor.
Pero ir más allá es una gracia de Dios, implica vivir convertidos. El amor a nuestros enemigos es una gracia de Dios. Amar al enemigo significa querer su bien, rezar por él, desear su felicidad.
No nos exige Dios que seamos íntimos amigos del que nos odia. Eso es imposible, pero sí nos pide que no guardemos rabia, que no deseemos su mal, que no hablemos mal de él. Ese cambio de actitud implica una verdadera conversión del corazón. Es algo liberador. Dar sin contar. Sin medir. Porque nuestra medida es el corazón de Jesús.
El otro día leía: «Hay algunos católicos que a pesar de ser honrados, de ser gente buena, viven la mayor parte de su vida - incluso sin cometer quizás muchos pecados - de forma terrenal, puramente humana, sin espíritu de fe, fríamente, sin mucho valor para la eternidad. Más aún, hay algunos que han emprendido el camino de la perfección y se hallan en él desde hace años. El espíritu de fe no cala en todos los ámbitos de sus vidas. Esta luz superior alumbra sólo débilmente sus sendas».
Tal vez no basta con ser buenos para ser capaces de este amor del que hablamos, de un amor que da plenitud y acerca a Dios. El amor asemeja. El amor a Dios y a los hombres nos hace más de Dios y más humanos.
Decía el Padre José Kentenich: «El que ama adquiere en su aspecto, sin quererlo, una notoria semejanza con la persona amada. Eso es trasmisión de vida»[1]. El amor nos capacita para amar más. Sin Dios todo esto es imposible. Y con Él difícil, pero es una aventura que merece la pena.Aunque nos parezca humanamente imposible amar al que no nos ama y querer al que nos ha ofendido, le pedimos a Dios que lo haga posible.
Perdonar, olvidar, no guardar rencor, no quedarnos en la ofensa, nos parece imposible. El corazón tiene una capacidad aparentemente infinita para conservar las ofensas y no olvidar. Guardamos las ofensas en el corazón y no hay forma de olvidarlas. Se clavan en lo más profundo y no logramos sacarlas sin que sangre la herida. Nos irritamos con las personas con facilidad.
Una persona comentaba: « ¿Por qué me fijo tanto en la paja ajena? ¡Deseo ver mi viga! Lo deseo de todo corazón para poderme librar de ella, para saber que estoy hecha de barro, para ofrecerla al Señor, para saberme pequeña y necesitada». Nos irritan sus defectos, sus debilidades, especialmente aquellas que nos hacen la vida un poco más difícil. La memoria del corazón parece infinita. El verbo «recordar» tiene que ver con pasar todo de nuevo por el corazón.
Decía Ortega y Gasset: «Basta con que nos desentendamos de la urgente actualidad para que ascienda a flor de alma todo ese pasado nuestro y se ponga de nuevo a resonar. Decimos que lo recordamos, lo volvemos a pasar por el estuario de nuestro corazón».
Tanto lo bueno como lo malo es revivido por el corazón y el corazón se recrea en lo recordado. Por eso no olvidamos las ofensas. Al pensar en ellas volvemos a revivirlas. ¡Nos cuesta tanto perdonarlas! Nos vuelve a doler la mejilla golpeada, sangra la misma herida.
¿Cómo es posible ofrecer la mejilla sana? Dios quiere que aprendamos a amar con su amor. A perdonar con su perdón.
Pero ir más allá es una gracia de Dios, implica vivir convertidos. El amor a nuestros enemigos es una gracia de Dios. Amar al enemigo significa querer su bien, rezar por él, desear su felicidad.
No nos exige Dios que seamos íntimos amigos del que nos odia. Eso es imposible, pero sí nos pide que no guardemos rabia, que no deseemos su mal, que no hablemos mal de él. Ese cambio de actitud implica una verdadera conversión del corazón. Es algo liberador. Dar sin contar. Sin medir. Porque nuestra medida es el corazón de Jesús.
El otro día leía: «Hay algunos católicos que a pesar de ser honrados, de ser gente buena, viven la mayor parte de su vida - incluso sin cometer quizás muchos pecados - de forma terrenal, puramente humana, sin espíritu de fe, fríamente, sin mucho valor para la eternidad. Más aún, hay algunos que han emprendido el camino de la perfección y se hallan en él desde hace años. El espíritu de fe no cala en todos los ámbitos de sus vidas. Esta luz superior alumbra sólo débilmente sus sendas».
Tal vez no basta con ser buenos para ser capaces de este amor del que hablamos, de un amor que da plenitud y acerca a Dios. El amor asemeja. El amor a Dios y a los hombres nos hace más de Dios y más humanos.
Decía el Padre José Kentenich: «El que ama adquiere en su aspecto, sin quererlo, una notoria semejanza con la persona amada. Eso es trasmisión de vida»[1]. El amor nos capacita para amar más. Sin Dios todo esto es imposible. Y con Él difícil, pero es una aventura que merece la pena.Aunque nos parezca humanamente imposible amar al que no nos ama y querer al que nos ha ofendido, le pedimos a Dios que lo haga posible.
Perdonar, olvidar, no guardar rencor, no quedarnos en la ofensa, nos parece imposible. El corazón tiene una capacidad aparentemente infinita para conservar las ofensas y no olvidar. Guardamos las ofensas en el corazón y no hay forma de olvidarlas. Se clavan en lo más profundo y no logramos sacarlas sin que sangre la herida. Nos irritamos con las personas con facilidad.
Una persona comentaba: « ¿Por qué me fijo tanto en la paja ajena? ¡Deseo ver mi viga! Lo deseo de todo corazón para poderme librar de ella, para saber que estoy hecha de barro, para ofrecerla al Señor, para saberme pequeña y necesitada». Nos irritan sus defectos, sus debilidades, especialmente aquellas que nos hacen la vida un poco más difícil. La memoria del corazón parece infinita. El verbo «recordar» tiene que ver con pasar todo de nuevo por el corazón.
Decía Ortega y Gasset: «Basta con que nos desentendamos de la urgente actualidad para que ascienda a flor de alma todo ese pasado nuestro y se ponga de nuevo a resonar. Decimos que lo recordamos, lo volvemos a pasar por el estuario de nuestro corazón».
Tanto lo bueno como lo malo es revivido por el corazón y el corazón se recrea en lo recordado. Por eso no olvidamos las ofensas. Al pensar en ellas volvemos a revivirlas. ¡Nos cuesta tanto perdonarlas! Nos vuelve a doler la mejilla golpeada, sangra la misma herida.
¿Cómo es posible ofrecer la mejilla sana? Dios quiere que aprendamos a amar con su amor. A perdonar con su perdón.
¡Cuánto nos cuesta perdonar! Decía el Papa Francisco: «El perdón de Dios es más fuerte que cualquier pecado». El perdón recibido nos hace más capaces de perdonar. ¿Hemos sido perdonados? ¿Nos sabemos profundamente perdonados por Dios? ¿Hemos experimentado nuestra debilidad y, por lo tanto, la necesidad del perdón?
Decía el Papa Francisco: «Si cada uno de nosotros no se siente necesitado de la misericordia de Dios, no se siente pecador, es mejor que no vaya a misa. Nosotros vamos a misa porque somos pecadores y queremos recibir el perdón de Dios, participar en la redención de Jesús, en su perdón».
La necesidad de perdón es lo primero. Sólo así aprenderemos a perdonar, a tener misericordia, a ser más pacientes y comprensivos. Sólo cuando nos sabemos perdonados por Dios podemos llegar a perdonar al que nos ofende. Si nuestro pecado es perdonado siempre, ¿quiénes somos nosotros para no perdonar al que nos ofende con sus palabras y con sus obras?
[1] J. Kentenich, Kentenich Reader, Tomo III
Decía el Papa Francisco: «Si cada uno de nosotros no se siente necesitado de la misericordia de Dios, no se siente pecador, es mejor que no vaya a misa. Nosotros vamos a misa porque somos pecadores y queremos recibir el perdón de Dios, participar en la redención de Jesús, en su perdón».
La necesidad de perdón es lo primero. Sólo así aprenderemos a perdonar, a tener misericordia, a ser más pacientes y comprensivos. Sólo cuando nos sabemos perdonados por Dios podemos llegar a perdonar al que nos ofende. Si nuestro pecado es perdonado siempre, ¿quiénes somos nosotros para no perdonar al que nos ofende con sus palabras y con sus obras?
[1] J. Kentenich, Kentenich Reader, Tomo III
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