Todos los años, por estas fechas, escribo un artículo taurino con San Isidro de protagonista y Las Ventas del Espíritu Santo como escenario. Los toros, ese milagro. Los toros bravos, el prodigio en movimiento de nuestras dehesas y prados que puede desaparecer si impera la moda de la destrucción del arte y la memoria. Tres son mis plazas. Ronda, la hondura y la alegría; Sevilla, el silencio y el respeto; Madrid, el escaparate y el resentimiento. Soy madrileño, y me cuesta reconocerlo, pero la plaza de Madrid, atiborrada de grandes y entendidos aficionados, en San Isidro se convierte en un espacio insensible. Muy harto estoy de los tópicos. «Madrid siempre reacciona», «Madrid sabe y siente» y «Madrid patatín y Madrid patatán». Madrid reacciona, sabe y siente, pero hay otro Madrid que sólo es taurino en San Isidro, un Madrid conocido y acobardado por ese tercer Madrid que se instala en un tendido con el único fin de fastidiar. Tan sólo, en los momentos de grave injusticia y falta de respeto a quien se está jugando la vida en la soledad del ruedo, ese Madrid educado e influíble se enfrenta al Madrid paleto y enfadado de los pañuelos verdes. El sonido engaña. Cien silbidos se hacen notar con más fuerza que diez mil aplausos. Observo que muchos espectadores han dejado de aplaudir por temor a ser considerados meros turistas de ocasión. Me lo decía un gran defensor del recalcitrante sector del tendido Siete que va a los toros a pasarlo mal: «Yo no aplaudo»; «pues si no aplaudes no te gustan los toros». En sus tiempos de crítico de teatro del diario «El País», Eduardo Haro Tecglen defendía esa actitud estática y fría del entendido. En un cocido de Zarraluqui, Sabino Fernández Campo descubrió el motivo de su desaire: «Eduardo, tu problema es que no te gusta el teatro». Y Haro reconoció que le aburría sobremanera. No se aplaude al aburrimiento, ni se ovaciona a lo que no te regala la emoción.
En Madrid los toros embisten menos porque las exigencias aldeanas de los intransigentes han establecido unos baremos de aceptación humillantes para los ganaderos y los toreros. Toros formidables y que darían un resultado óptimo son abucheados desde que aparecen por la puerta de toriles. Y si se les ocurre tropezar, ya está Florito preparado para ofrecernos su fantástico recital de dominio de los cabestros. Los toros, muchos, se recuperan y crecen en el transcurso de la lidia, pero si el presidente no devuelve al corral al toro cuestionado, se la carga el presidente y carece de todo valor lo que el torero intente, en un ambiente hostil y barriobajero.
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