No hay vuelta de hoja y la veracidad de la noticia me alivia sobremanera. Baltasar Garzón ha calificado de «bochornosa» la situación de España y anunciado que vuelve a la política. Es decir, que vuelve a un lugar del que no se ha ido nunca, inventando una nueva versión del retorno relativo. Si se diera el caso de que fuera indultado y anunciara que «vuelve a la Judicatura», habría más verdad en su decisión. Porque de la Judicatura ha sido expulsado, mientras que de la Política lo echaron hace tiempo pero no dejó de practicarla jamás. Discusión matrimonial. El marido anuncia que se va de su casa. Su mujer, pasados unos minutos, reflexiona y, apenadísima, le llama por el móvil. –Vuelve a casa, por favor, ha sido una tontería–; –de acuerdo, vuelvo, estoy en el portal–. Es decir, que volvió poquísimo.
Creo que el proyecto político de Garzón se centra en iluminar con su destacada militancia el pequeño partido comunista de Llamazares. Desde que Cayo Lara lo apartó del micrófono de la tribuna de oradores del Congreso, el ilustre leninista asturiano no pasa por sus mejores momentos. Y necesitaba un revulsivo, una estrella cegadora, un orador de masas para hacerse notar con más fuerza en la coalición marxista en la que nadie ha leído a Marx. Y Garzón es el hombre. Cayo Lara tiene que sentirse profundamente preocupado con el golpe de efecto del tostón astur. Claro está que Llamazares no ha triunfado todavía. Garzón ha confirmado que vuelve a la política, pero don Baltasar siempre guarda alguna carta en la manga. Si mañana Rosa Díez le ofrece un buen puesto en las listas electorales de su partido, este buen hombre puede terminar uniformado de magenta. Y Rosa Díez es muy capaz de ello.
Ganaría nuestro parlamentarismo. Garzón es un gran orador, de voz atractiva, tupé adecuado, sonrisa arrebatadora y un desarrollado sentido de la justicia. En ocasiones, un sentido descaminado y perdido, siempre susceptible de reencontrar la senda. El problema de hallar de nuevo la senda de Garzón es que viaja demasiado, y las sendas no vuelan. Están ahí, aguardando al caminante, pero si el andariego se marcha al Ecuador, Colombia o Argentina, el sendero es invadido por las malas hierbas –en Argentina «yuyos»–, y no hay cristiano que lo encuentre, aunque sea Garzón, que me da en la nariz que de cristiano, poco, escasez a la que tiene todo su derecho, por otra parte.
Para mí, que Garzón padece el mismo síndrome que el viejo conde de Romanones. Cree que ilusiona a los votantes. El inteligente político alfonsino se presentó a la Real Academia Española. Su seguridad de elección era absoluta. El día de la reunión electora mandó a su secretario. Él aguardaba la solución entre libros y sueños. Al fin llegó el secretario. –Lo siento, señor conde. No ha sido elegido–; –¿cuántos votos he tenido?–; –ninguno, señor conde–; –¡Vaya tropa!–. Y coincide también en la afición a la caza, si bien el conde de Romanones abatió en toda su vida muchos menos venados que Garzón en un año. En lo que no hacen pachas es en el talento. Romanones era inteligente, culto, irónico y sagaz, además de gran parlamentario.
Pongámonos en lo más improbable. Que Garzón, con Llamazares o Rosa Díez, consigue su escaño, su partido alcanza acuerdos con otras formaciones, y Baltasar Garzón termina por convertirse en Presidente del Gobierno de lo que queda de España. Y aquí llega la amenaza más terrible. ¿Se quedaría la Fernández Kirchner en Argentina? De lo contrario, todos a la frontera.
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