Transitaba el mes de noviembre
del pasado año, recuerdo que era un día de sol y frío, era la vez primera que
visitaba la ciudad, fuimos a la Catedral, casi dos horas recorriendo el lugar
que atesoraba tanta historia como la localidad en sí. Comimos en un céntrico
restaurante para después seguir conociendo enclaves. Las temperaturas iban en
descenso y eso que eran las cuatro de la tarde.
Entramos en una Iglesia
antigua, impresionante toda ella, con un ambiente cálido gracias a la
calefacción que había en el propio templo. Solo por la majestuosidad y por la
calidez ya apetecía estar allí. De pronto una capilla que presidía la imagen de
un crucificado, no uno cualquiera, una talla que desgarraba los sentidos con
solo posar en ella la mirada.
Los grados centígrados iban
cayendo afuera, el móvil en silencio me daba aviso de baja temperatura cada dos
por tres, pero si frío había más gélido estaba mi corazón. Hacía ya bastante
tiempo que transitaba por un árido desierto espiritual, aunque intentaba no
soltarme de la mano de quién en mi vida había asido la propia existencia. Iba o
escuchaba la Eucaristía, aunque ni la oyera y respondiera como un papagayo,
recitaba mis oraciones mañaneras y el rosario cada tarde. A Dios lo veía
demasiado lejano, pero algo había en mí que no me permitía darme por vencido.
Año y medio de profundo sufrimiento, soledad y desamparo.
Pero la talla del crucificado que tenía delante me tocó, leí una referencia de Felipe II mientras pensaba que quién sabe, a lo mejor… Recomendaban en un panfleto que se pusiera bajo el crucificado, le mirara a la cara, a los ojos, y se le pidiera con fuerza la razón por la cual estaba en ese momento bajo Él.
Así lo hice, mis ojos se
detuvieron en los suyos que estaban entrecerrados, la imagen sagrada muy
antigua, es verdaderamente impresionante. Le pedí con las fuerzas que aún me
quedaban, me aparté a un lateral de la hermosa capilla, junto a una mesa donde
había una urna donde se apuntaban intenciones destinadas al milagroso
crucificado. Solo fui capaz de escribir: ¡¡Ayúdanos!! ¡¡Ayúdame!!
Cuando salí de nuevo al
exterior hacía frío, pero dentro de mí noté la calidez de una pequeña llamita
que volvía a dar calor a la Fe perdida y encontrada en la Iglesia de San Gil
Abad, ante y bajo el Santísimo Cristo de las Gotas de Sangre de Burgos.
El Rey Felipe II dijo de este
crucificado: “El que haya perdido la Fe, que venga aquí y la hallará”. Y es
verdad. Desde entonces va escribiendo recto con reglones torcidos mi propio
camino en la Fe. Sabiendo que Dios no solo existe, sino que está con nosotros
por medio de su Unigénito que permanece en Presencia Viva en cada Sagrario y
que este próximo domingo recorrerá las calles para reencontrarse con sus hijos,
para dar su Amor en un mundo cegado por las guerras.
Jesús Rodríguez Arias
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