Cuentos
Nuestra alma no necesita sólo agua, sino la serenidad y la paz que da el silencio. Nada florecerá en quien no vive en paz.
Por: P. Miguel Segura | Fuente: Catholic.net
Llegué al Collado del Acebal en tiempo de lluvias. Nunca había visto caer tanta agua en tan poco tiempo, así que enseguida comenté a todos mi asombro ante los torrentes que pasaban ante nosotros deslavando los campos y convirtiendo los caminos en auténticos ríos.
Sin embargo las montañas y los valles estaban muertos y parecían amasados de fango y tristeza. No pude ocultar por más tiempo mi perplejidad:
- ¿Por qué no están verdes los valles y las montañas si cae tanta agua?
Y uno de los más ancianos me dio una palmada en la espalda y me dijo:
- El agua es muy buena, pero ahora es violenta. Espera y verás.
Esperar no fue fácil. Los truenos estallaban por las noches con tal ímpetu como si una manada de bisontes galopara por el tejado. Fuera sólo había agua y más agua. Pero, como dijo el anciano, era un agua voraz, más insoportable para los campos que el sol del desierto... pero era agua, sólo agua.
A los pocos días amainó el temporal y, al pasar la época de lluvias, una gran serenidad se adueñó del clima. El sol salía y se ocultaba trazando en el cielo un recorrido limpio de nubes. Así, en medio de la calma y de la paz, la región floreció y se convirtió en un vergel como nunca antes había visto.
Nuestra alma no necesita sólo agua, sino la serenidad y la paz que da el silencio. Nada florecerá en quien no vive en paz.
Sin embargo las montañas y los valles estaban muertos y parecían amasados de fango y tristeza. No pude ocultar por más tiempo mi perplejidad:
- ¿Por qué no están verdes los valles y las montañas si cae tanta agua?
Y uno de los más ancianos me dio una palmada en la espalda y me dijo:
- El agua es muy buena, pero ahora es violenta. Espera y verás.
Esperar no fue fácil. Los truenos estallaban por las noches con tal ímpetu como si una manada de bisontes galopara por el tejado. Fuera sólo había agua y más agua. Pero, como dijo el anciano, era un agua voraz, más insoportable para los campos que el sol del desierto... pero era agua, sólo agua.
A los pocos días amainó el temporal y, al pasar la época de lluvias, una gran serenidad se adueñó del clima. El sol salía y se ocultaba trazando en el cielo un recorrido limpio de nubes. Así, en medio de la calma y de la paz, la región floreció y se convirtió en un vergel como nunca antes había visto.
Nuestra alma no necesita sólo agua, sino la serenidad y la paz que da el silencio. Nada florecerá en quien no vive en paz.
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