Empiezo a escribir este
post cuando son poco más de las dos de la tarde de un grisáceo lunes 24 de
noviembre en mi querido y bendito pueblo de Villaluenga del Rosario donde a
poco que pasa el tiempo vamos apurando las últimas horas antes de regresar a nuestra
cotidianidad, la que nos abstrae y también, sería una necedad no reconocerlo,
en mi caso particular me agota.
Soy de origen marinero,
de una preciosa Isla donde junto a Cádiz se convirtieron en el reducto
imbatible de la primera década del siglo XIX cuando el enemigo francés quería
poner su yugo a esta bendita España y que no lo pudo conseguir porque en dos
lugares no pudieron entrar y por la sangre derramada de tanto patriota que poco
a poco debilitaba al poder militar de Napoleón que vio sus anhelos ahogados en
la nada.
En mi mente y corazón se
entremezcla el mar, la mar como diría el eterno Rafael Alberti, y la montaña
que paradójicamente se dan la mano y formar un estrecho e indisoluble puente
que hace cercano, aunque estemos físicamente a kilómetros de distancia, la
bicentenaria Ciudad de San Fernando y mi bendito pueblo de Villaluenga del
Rosario.
En el cercano cielo se
ha cubierto como si de un denso y tupido tapiz de un color gris que enfría el
carácter y adormece los sentidos. Hasta hace poco más de una hora habíamos
disfrutado de esplendorosas nubes blancas que se esparcían por ese horizonte
celeste oscuro conformando los más diversos e inverosímiles dibujos. Hasta hace
poco más de unas horas un rico frescor se unió a una cálida temperatura que
hacía que incluso sudaras abundantemente por poco que caminaras.
Hoy después de desayunar
en el Mesón “Los Caños” nos hemos encaminados para dar una extraordinaria y
larga vuelta por todo el pueblo, recorriéndolo a lo largo y sobrepasando sus
límites pues nos hemos adentrado por la glorieta hasta llegar al puerto.
Divisar un paisaje único
que cambia por cada segundo que va pasando, disfrutar de una amena charla junto
a Hetepheres que me va narrando las “buenas” noticias que ha escuchado o leído,
encontrarnos con Mateo al cual esperan todos sus gatitos impacientemente,
recorrer la Avenida de los Arbolitos, pasar por el Ayuntamiento, caminar por la
eterna calle Real y desviarnos para ir a “La Covacha” para un asunto que pendía
desde hacía algunas horas y seguir por la Sevadilla hasta la Plaza de Toros y
encaminarnos de forma pausada, tranquila, aunque con bastante calor hacia la
glorieta.
Encontrarte con buenos
vecinos que departían amigablemente, conversar con Juande que estaba cavando
hoyos en la tierra rocosa porque ha estado contratado unos días por el
Ayuntamiento, saludar a Ismael que paseaba con sus sempiternos perritos, y
seguir la marcha de forma pausada, tranquila, con un calor que fatigaba
nuestros sentidos aunque no nuestros ánimos.
Sentarte en el último de
los bancos de este agradable paseo y recorrer con la mirada esos verdes campos
mientras a lo lejos se pierde en imponentes montañas de cuya cima parecía
envolver rocambolescas nubes blancas conformando inverosímiles piruetas como si
de un dibujo se tratara.
Observando esta inmensa preciosidad que reflejaba en ese momento el cielo, la belleza de un instante, me acordaba lo que siempre me dice mi buen amigo Miguel Ángel Pacheco Benítez: ¡No hay un cielo como el de Villaluenga!
Estar sentado escuchando
el silencio solo roto por el balido de unas ovejas, el piar de un pájaro que
está volando por los cielos o el ruido del motor de ese coche que ni se divisa
aunque se siente cercano y que aparece a lo lejos en cualquiera de sus
carriles.
Y Villaluenga que es
todo inmensidad también es poder gozar de la intimidad de asistir a la Santa
Misa gozándola de principio a fin con nuestros hermanos en la fe de Cristo que
se unen por medio de la Eucaristía y es rezar en el silencio del Sagrario y
frente a la Virgen del Rosario sintiéndote solo ante Ellos.
Villaluenga puede ser
también lluvia fina o pertinaz frío, aunque parece que eso se va retrasando, es
crepitar del fuego en la chimenea mientras lees un buen libro o escribes tus
pensamientos y ensoñaciones.
Es Canijo, nuestro
gatito payoyo, profundamente dormido encima nuestra o alrededor de la cálida
lumbre, es saludo, sonrisa, sentirte acompañado por donde vayas aunque en ese
preciso momento puedas encontrarte solo. Es sentarme en el sofá de mi buen
amigo y hermano Miguel Ángel Pacheco Benítez y encontrarme en casa, es
despertarme con el repiqueteo de la lluvia de madrugada o escuchando los
últimos crujidos de la leña consumida por el fuego.
Villaluenga del Rosario
es un lugar donde la paz se respira hasta entrar en nuestros adentros, es
contemplar extasiado el imponente Caíllo como ese escudo que tenemos para
protegernos de las intoxicaciones que tiene el mundo. Es queso mundialmente
reconocido con su famosa y prestigiada fábrica o los tradicionalmente
ecológicos como son “El Saltillo”, “Quesos Oliva”, “La Velada”…
Villaluenga es mi meta y
si Dios así lo quiere mi fin pues es el sitio donde a medio-largo plazo quiero
asentarme a vivir todas las horas que tiene el día junto a mi mujer.
Y Villaluenga ahora
mismo es la esperanza de que pasen pronto los días para que nuevamente llegue
el viernes y así podernos reencontrar, como lo hacen dos eternos enamorados, y
vivir durante unas horas, unos días, dedicados el uno para el otro.
Este artículo en las
primeras horas de la gris tarde de aquel lunes ya pasado ve la luz en las
primeras horas de la noche de un oscuro y lluvioso miércoles pues las nubes que
nos despidieron hace tan solo dos días de Villaluenga del Rosario parece que
son esa mano tendida que nos recuerda a nuestro pueblo y nos dice, como si un
susurro fuese, que ya queda menos para volver a estar allí, en mi bendito
pueblo que se ha convertido por derecho propio en mi ansiado hogar.
Recibid, mis queridos
amigos y convecinos, un fuerte abrazo, que Dios y Nuestra Madre del Rosario os
bendigan.
Jesús Rodríguez Arias
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