MADRID, jueves 20 diciembre 2012 (ZENIT.org).- El inicio del siglo XI trajo a este mundo a otro de los grandes monjes que ha habido en la Iglesia. Une a su nombre una de las abadías más reconocidas no solo en España sino en el resto del mundo: la de Silos.
Por Isabel Orellana Vilches
Nació el año 1000 en Cañas (La Rioja, España) localidad integrada entonces en el reino de Navarra, en una familia de rancio abolengo en sus raíces, aunque no poseían bienes materiales significativos. Acerca de sus progenitores los biógrafos subrayan la fe del padre; no de la madre. Fue un niño sensible, inteligente y maduro que ya a temprana edad crecía ávido de impregnarse del amor divino. Participaba con inmenso fervor en la liturgia y albergaba la idea de consagrar su vida. Pero en la adolescencia tuvo que dejar aparcados sus estudios y ponerse a trabajar como pastor. Mientras cuidaba del ganado, elevaba su espíritu a Dios en oración y ejercitaba su caridad con los peregrinos y pobres que transitaban por allí camino de Santiago de Compostela; Dios bendecía sus rasgos de generosidad con extraordinarios prodigios.
Permaneció ocupado en el pastoreo durante cuatro años. Después, seguramente repuesta la economía familiar, con la venia de sus padres, comenzó a asistir al párroco y con él adquirió una valiosa formación de gran ayuda posterior en su vida sacerdotal. Culminados sus estudios eclesiásticos, y aunque ni siquiera había cumplido 26 años, el obispo de Nájera, D. Sancho, lo ordenó sacerdote porque sin duda calibraría sus excelsas virtudes de las que se hacían eco ya en muchos lugares. Después de difundir el Evangelio predicando con ardor, y de consolar y socorrer a enfermos y necesitados, buscó cobijo a sus anhelos contemplativos, y eligió como morada lugares inhóspitos en los que la huella del hombre no se prodigaba. Partió sin conocimiento de los suyos. Su liviano equipaje estaba compuesto por textos de temática religiosa. Y durante año y medio vivió experiencias que nunca confió a nadie, pero que debieron marcar profundamente su espíritu. Era un gran asceta, dado a la penitencia y a las mortificaciones; lidió ardua batalla contra tendencias que surgían de su interior y también hizo frente a las externas, todo lo cual acentuó su unión mística con Dios.
Tras su paso por este desierto, en 1030 recaló en el monasterio benedictino de San Millán de la Cogolla (La Rioja) se cree que buscando una mayor perfección espiritual, vinculado por el voto de obediencia. Ejemplar en su vivencia del carisma benedictino en todos los ámbitos, fue designado «maestro de jóvenes»; estas vocaciones tuvieron en él un testimonio vivo del amor a Cristo y a su Iglesia. Ejercitó la prudencia, la caridad, la humildad y obediencia, entre otras virtudes, que suscitaron la estima de la mayoría de sus hermanos, aunque otros –los menos– le envidiaban y efectuaban comentarios maliciosos. El abad le envió a Santa María de Cañas en calidad de prior. Y Domingo convirtió aquel lugar ruinoso y desamparado en un admirable monasterio, que fue rentable desde el punto de vista económico y cultural, así como de incuestionable riqueza espiritual; trajo consigo numerosas vocaciones.
Una trama de ambiciones e intereses, en la que se mezcló la debilidad de un nuevo abad plegado a las exigencias del monarca, hizo que este monasterio se encaminase a la deriva. Domingo defendió su religioso feudo, lo cual supuso su destierro, pero no venció su espíritu. «Puedes matar el cuerpo y a la carne hacer sufrir, pero sobre el alma no tienes ningún poder. El Evangelio me lo ha dicho, y a él debo creer que solo al que al infierno puede echar el alma, a ese debo temer», respondió al rey de Navarra. En 1041 el rey don Fernando le concedió retirarse a una ermita. Cerca estaba el monasterio de San Sebastián de Silos, prácticamente abandonado. La restauración que hizo Domingo de este lugar, a petición del monarca que se lo confió con la anuencia del Cid Campeador, fue excepcional. De este lugar que iba a quedar vinculado a su nombre, fue nombrado abad. Cuidó de sus hermanos con exquisita caridad en sus necesidades espirituales y materiales, atendiendo también las carencias de las gentes del entorno.
En 1056 inició las obras de restauración del que sería uno de los máximos exponentes del románico castellano, y simultáneamente impulsó la biblioteca, creó una escuela monástica y otra de miniaturistas y copistas, tuteló la liturgia, etc. Confirió al monasterio un esplendor que aún perdura, y todo en medio de muchas pruebas ante las que actuó con serenidad, prudencia y templanza, confiando siempre en Dios. A su paso brotaban las vocaciones. Fue un gran embajador y amigo de reyes. Recibió, entre otros, los dones de profecía y milagros. Murió el 20 de diciembre de 1073. Fue canonizado en 1234 por Gregorio IX.
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