martes, 25 de septiembre de 2018

PAX BURGUESA; POR ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ



Para los padres conservadores y católicos de niños pequeños los sobresaltos en la playa son constantes. El poliamor campa a sus anchas, otros fuman lo que sea, beben, oyen música a un volumen inevitable, cualquiera constata que sobre gustos no hay nada escrito ni sobre la piel demasiada tela, pero sí hay mucho escrito en los tatuajes, etc. Habrá quien confunda la tolerancia con el entusiasmo, pero pedirme éste sería mucho pedir. Practico la primera como el que más, sabiendo que también somos peculiares y que algunos nos miran como a una aldea de Astérix, por cerrada y por modernizar.

Mientras doy a mis hijos las explicaciones que me piden, descubro que quizá en el argumento "nosotros, eso no lo hacemos" hay un valor (en los dos sentidos) que valorar.

Durante un siglo y medio más o menos se ha vivido en una pax burguesa de moral victoriana, en la que toda la sociedad se atenía a unas reglas compartidas. Un ejemplo máximo sería el divorcio, que incluso para los anglicanos, que lo tienen como razón de ser del cisma de Enrique VIII, estuvo mal visto. A la vez, los católicos mostraban una gran tolerancia con las debilidades y las circunstancias. Una cosa por la otra, las diferencias prácticas eran casi inapreciables. También en los negocios, en la cultura, en la universidad, en la vida social. El derrumbamiento progresivo (en los dos sentidos de "progresivo") de esa moral victoriana desde mayo del 68 ha acabado ya del todo con esa placidez costumbrista.

El resultado no es insólito. En la antigua Roma los cristianos iban dando la nota, entre el circo al que no acudían y la veneración al César de la que se escaqueaban. Durante la reforma protestante, los católicos que quedaron allá también iban a contrapelo. Los recusantes ingleses se negaban, pagando un alto precio que a veces era la vida, a acudir a los servicios anglicanos. En Holanda, el pintor Vermeer tenía que encerrarse en habitaciones silenciosas del interior de su casa, entre otras cosas, porque su catolicismo le aislaba. La pax burguesa fue un espejismo que, por otra parte, no dejaba de rebajar las exigencias de la fe, diluidas en una comodidad cotidiana y cierta hipocresía compartida.

De lo de ahora, no me quejo. Si hemos de volver a señalarnos, será ocasión de ejercitar todos la tan alabada tolerancia de ida y vuelta. Para nosotros, no hay mejor forma de ser conscientes de nuestra singularidad, con perdón.

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