El corazón -sístole-diástole- no para, paradójico. El mismo día en que publicaba una férrea defensa de la vida en comunidad, del sentido de pertenencia y de la importancia política del "nosotros", disfrutaba como nunca de la soledad más intensa. Una conjunción de astros me permitió bajar a la playa sin nadie, con un libro. Allí me esperaba un sol de septiembre en su punto justo de maduración personal, una arena desierta y una marea que, ahora sí, podía permitirse el lujo de subir sin apretujar a nadie, por puro amor a la tierra adentro.
En contra de la leyenda (inventada por veraneantes quizá auto denigratorios), los indígenas no protestamos de ellos. Las conversaciones en sordina de las parejas lejanas que la brisa me traía lamentaban la negra suerte de los madrileños, que se pierden la playa, pobres, en su mejor momento.
No se oía el silencio, como se comenta tanto, sino el agua sobre la arena, ola tras ola, arriba y abajo, como una respiración romántica, inspiración y suspiro. Yo estaba tan feliz que empecé a preocuparme. Aunque leía, para mayor gozo, El Dios de la fe y el Dios de los filósofos, de Ratzinger (Encuentro, 2006), traía demasiado cercanas mis lecturas de Jordan B. Peterson, que insiste en que la vida es sufrimiento, y las de sir Roger Scruton, tan elegíaco, y demasiadas horas de noticias de esta España a la deriva. De modo que me preguntaba si tanta felicidad sería real.
Lo era, pero la dicha se escapa como la arena entre los dedos, como el agua del puño, como el sol que se pone. He de volver a escribir poemas, siquiera para levantar acta de tanto gozo, me propuse. No podemos permitirnos perder la perspectiva porque la felicidad sea mucho más difícil de expresar que la angustia y la incertidumbre que nos rodean igual o menos, sólo que más exhibicionistas. Pena y alegría, sístole y diástole, pleamar y bajamar, ola y resaca, compañía y silencio, exhalar e inhalar, todo nos hace falta a todos, el Dios de los filósofos y el de la fe, la política de estar juntos y la conciencia de cuando estamos solos.
Cuando he comentado con un amigo mi firme propósito de afirmar lo más leve, me ha recordado, severo, que la fugacidad y la inaprehensibilidad de la felicidad son parte de su sustancia. De manera, concluyo, que si no me sale un poema y si este artículo no logra transmitir la epifanía, los fracasos serán una parte esencial, oh, maravilla, de la plenitud.
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