Lejos del foco mediático, trabajó durante años en las misiones combonianas en la selva de Ecuador
Los años de posguerra no fueron fáciles, y menos en el campo andaluz y para una humilde familia numerosa de la localidad sevillana de Paradas. La necesidad hizo que el joven Juan Benjumea viera en los toros la salida para mejorar él y los suyos. En los años cincuenta, un adolescente, como tantos, comenzó a probar suerte en las numerosas ganaderías de la zona. Los tentaderos en las fincas del conde de la Maza o de José Benítez Cubero fueron los primeros escenarios en donde demostró que no estaba falto de valor. Su nombre se hizo popular entre los aficionados y entre la gente del toro, pero no siempre pudo entregarse a su afición, pues las necesidades y penurias que azotaban a su familia le obligaban a acometer cualquier trabajo que supusiera llevar algo de dinero a casa.
Desde aprendiz en una carpintería a albañil en Sevilla, pero en donde logró un cierto renombre fue como domador de caballos en la yeguada del conde de Aguilar. Sin embargo, el veneno del toro ya le había calado muy hondo y parecía algo imparable. No desaprovechó las oportunidades que se le brindaban en becerradas populares en los pueblos de Sevilla hasta que vistió por primera vez el traje de luces en una modesta novillada económica en la Maestranza sevillana en el verano de 1956. De allí a la famosa «Oportunidad» de la plaza madrileña de Vista Alegre, y finalmente en Las Ventas. Fue la noche del 7 de agosto de 1965 en un seis para seis. Las cosas no salieron bien, los novillos de Miguel Zeballos estuvieron por encima de los noveles, que no pasaron de discretos.
La carrera taurina de Juan Benjumea se frenó en seco, pese a que había personas que seguían confiando en él como torero. Aquel mismo año le ofrecieron tomar la alternativa en la plaza de Málaga, pero la vocación del torero estaba virando hacia metas espiritualmente más amplias.
La vocación religiosa le había tocado ya como con una varita mágica. Unos cursillos de cristiandad le abrieron definitivamente las puertas para ingresar en el seminario de los padres combonianos de Moncada en Valencia. En ese momento colgó definitivamente el traje de luces para cambiarlo por el hábito misionero.
En aquellos años, resultó una noticia de primera plana la decisión de una figura del toreo, Juan García «Mondeño» que abandonó los ruedos para hacerse monje dominico. A los dos años, el valor hierático de Mondeño volvió a las plazas de toros. No fue el caso de Benjumea, que lejos de cualquier foco mediático trabajó durante muchos años en las misiones combonianas en la selva de Ecuador. Toda una vida de entrega en poblados perdidos o en las zonas más desfavorecidas de diversas capitales suramericanas, un bagaje que le llevó a ordenarse sacerdote en 1990. Así fortaleció su compromiso hasta su vuelta a Valencia, como ejemplo de entrega a los demás.
Ángel González Abad/ABC
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