Una de las carencias de España es el sentido de comunidad, de pertenencia y de ser un "nosotros". En su dimensión más negativa, andamos muy cabreados unos contra otros, siempre en banderías, políticas, desde luego, pero incluso deportivas; o somos grandes denigratorios de lo nuestro, como denuncia el verso: "y si habla mal de España es español". En su dimensión más positiva, priman en nuestro corazón el orgulloso individualismo y los lazos familiares, más fuertes que cualquier otro vínculo. Pero como explica Roger Scruton con el ejemplo inglés, donde se reúnen en clubs e iniciativas privadas para cuidar el patrimonio público, el paisaje, la fauna, la cultura local, etc., para la política democrática es fundamental partir de un sólido y activo sentido de comunidad. Fundamental para todo, no sólo para la limpieza de las calles y los parques, que es sólo un indicador.
Carácter aparte, podríamos hacer más por nuestro frágil sentido de comunidad. Urgentemente, refrenar esas ansias totalitarias de ocupar el espacio, en plan "la calle es mía" de Fraga, de "els carrers seran sempre nostres" de los nacionalistas o de los imperativos de los discursos políticamente correctos. Imposible sentirte copropietario de donde te expulsan a las primeras de cambio.
La inflación legislativa y administrativa no ayuda. Lo público termina convirtiéndose en el lugar donde todo lo que no está prohibido es obligatorio. Nos falta holgura.
Tampoco es manco el apropiamiento estético. Cada vez que un político pone un monumento que no gusta a todos, para hacerse el moderno o el entendido o el rupturista, expropia la vista a un puñado de ciudadanos. El papel de promotor del arte vanguardista debería estar en manos privadas; y las instituciones públicas preocuparse prudentemente de cuidar el patrimonio histórico. Nos sentiríamos más en casa. Por haber sido el paisaje de nuestros abuelos, todos somos, de alguna manera, herederos de un proindiviso. Nuestro agudo sentido familiar trabajaría subconscientemente al servicio de una comunidad más íntima.
Menos lógica tienen esas exposiciones en la vía pública, como la erótica que campa por sus placeres en Valencia, que un buen número de ciudadanos jamás pondría en su casa. Son tics políticos que se hacen literalmente por la gracia, pero que tienen un efecto mucho más hondo, intrusivo y devastador en la convivencia de lo que se asume con fácil frivolidad.
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