El sufrimiento y la cruz
La sufrimiento se produce cuando nuestra voluntad se cruza con la voluntad de Dios:
Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Retiros y homilías del Padre Nicolás Schwizer
Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Retiros y homilías del Padre Nicolás Schwizer
El sufrimiento es algo que repugna al hombre. Para muchos su realidad es, justamente, la prueba de que Dios no existe: les parece imposible que un Ser todopoderoso y lleno de amor no usara ese amor y ese poder para impedir que haya guerras, asesinatos, injusticias, niños que nacen deformes, cáncer que mata a madres cuando sus hijos más las necesitan, etc.
Al cristiano se le pide, mucho más: no sólo creer en Dios a pesar de la existencia del sufrimiento, si no también saber aceptar ese sufrimiento como camino de amor.
Este es el punto donde se dividen los espíritus y donde se decide si somos o no cristianos. Somos cristianos de verdad desde el momento en que aceptamos la cruz, porque es en la cruz donde se prueba nuestro corazón de hijos.
La cruz se produce cuando nuestra voluntad se “cruza” con la voluntad del Padre Dios: cuando yo quiero una cosa, y Él me pide otra o permite que suceda algo que va en contra de mis deseos.
Si entonces acepto la cruz, me hago verdadero hijo porque manifiesto que confío en mi Padre, porque creo que sus caminos son más sabios que los míos, y que me dejo conducir por ellos - renunciando a los míos - aunque me duela.
Siendo bueno, Dios no podría permitir nunca el mal por el mal, si de él no resultara bien alguno. Lo que sucede es que no siempre descubrimos el fruto positivo que surge del mal, porque no conocemos la totalidad del plan de Dios.
El sentido de muchos dolores nuestros tal vez lo entenderemos recién en el cielo. En el cielo - al ver el plan total que Dios tenía con nuestra vida - comprenderemos que todos nuestros sufrimientos los permitió Dios por amor: para corregirnos y educarnos, para librarnos del egoísmo y de la afición por los bienes terrenales, para obligarnos a crecer en dimensiones nuevas, para enriquecernos espiritualmente.
Así el sufrimiento no es castigo de Dios sino, al contrario, prueba de su amor de Padre. San Pedro compara el sufrimiento con un crisol, donde Dios purifica el oro de nuestra fe y de nuestro amor.
Cuando Dios hace sufrir, significa que nos está dando una oportunidad de crecer en el amor y la confianza, de desarrollar aspectos nuevos de nuestra personalidad cristiana, que hasta ahora estaban dormidos, atrofiados o enfermos.
Cristo y la Sma. Virgen sufrieron muchísimo, precisamente porque fueron los más amados por Dios. También ha sido el destino de todos los santos, los grandes predilectos de Dios.
Todo sufrimiento y cruz que aceptamos como cristianos es siempre participación de la Pasión de Cristo. Él se entregó hasta la cruz como expiación por nuestros pecados. Así nosotros participamos, por medio de nuestro sufrir, en esta expiación, no sólo por los pecados propios, sino también por los pecados de los demás.
Y siempre cuando nos es dada una nueva cruz, debemos verla en unión con Él, nuestro Redentor. Cuando consideramos así nuestra cruz como parte de su cruz, aprenderemos con más facilidad a llevarla pacientes, obedientes y, con el tiempo, incluso alegres.
Así lo hizo, ante todo, María, la Madre de Jesús. Lo acompañó durante su vida en los tiempos felices y en los tiempos difíciles, hasta el pie de la cruz. Y por eso no es sólo Cristo quien está con nosotros, en tiempos de dolor, sino que también su Madre - que es nuestra Madre - está con nosotros al pie de nuestra cruz.
Y en la medida en que participamos así como Ella en la Pasión de Jesús, tenemos también la promesa de participar en la vida glorificada de Cristo en el cielo, tal como ya lo está haciendo María desde su Asunción.
Pongamos en cada Eucaristía, nuestro sufrimiento y cruz personal sobre la patena, como nuestra ofrenda, para unirlo con el sacrificio perfecto de Cristo en la cruz.
Preguntas para la reflexión
1. ¿Cuáles son las cruces que más temo?
2. ¿Creo que Dios me castiga o es injusto conmigo?
3. ¿Ofrezco mis cruces y mis dolores?
Al cristiano se le pide, mucho más: no sólo creer en Dios a pesar de la existencia del sufrimiento, si no también saber aceptar ese sufrimiento como camino de amor.
Este es el punto donde se dividen los espíritus y donde se decide si somos o no cristianos. Somos cristianos de verdad desde el momento en que aceptamos la cruz, porque es en la cruz donde se prueba nuestro corazón de hijos.
La cruz se produce cuando nuestra voluntad se “cruza” con la voluntad del Padre Dios: cuando yo quiero una cosa, y Él me pide otra o permite que suceda algo que va en contra de mis deseos.
Si entonces acepto la cruz, me hago verdadero hijo porque manifiesto que confío en mi Padre, porque creo que sus caminos son más sabios que los míos, y que me dejo conducir por ellos - renunciando a los míos - aunque me duela.
Siendo bueno, Dios no podría permitir nunca el mal por el mal, si de él no resultara bien alguno. Lo que sucede es que no siempre descubrimos el fruto positivo que surge del mal, porque no conocemos la totalidad del plan de Dios.
El sentido de muchos dolores nuestros tal vez lo entenderemos recién en el cielo. En el cielo - al ver el plan total que Dios tenía con nuestra vida - comprenderemos que todos nuestros sufrimientos los permitió Dios por amor: para corregirnos y educarnos, para librarnos del egoísmo y de la afición por los bienes terrenales, para obligarnos a crecer en dimensiones nuevas, para enriquecernos espiritualmente.
Así el sufrimiento no es castigo de Dios sino, al contrario, prueba de su amor de Padre. San Pedro compara el sufrimiento con un crisol, donde Dios purifica el oro de nuestra fe y de nuestro amor.
Cuando Dios hace sufrir, significa que nos está dando una oportunidad de crecer en el amor y la confianza, de desarrollar aspectos nuevos de nuestra personalidad cristiana, que hasta ahora estaban dormidos, atrofiados o enfermos.
Cristo y la Sma. Virgen sufrieron muchísimo, precisamente porque fueron los más amados por Dios. También ha sido el destino de todos los santos, los grandes predilectos de Dios.
Todo sufrimiento y cruz que aceptamos como cristianos es siempre participación de la Pasión de Cristo. Él se entregó hasta la cruz como expiación por nuestros pecados. Así nosotros participamos, por medio de nuestro sufrir, en esta expiación, no sólo por los pecados propios, sino también por los pecados de los demás.
Y siempre cuando nos es dada una nueva cruz, debemos verla en unión con Él, nuestro Redentor. Cuando consideramos así nuestra cruz como parte de su cruz, aprenderemos con más facilidad a llevarla pacientes, obedientes y, con el tiempo, incluso alegres.
Así lo hizo, ante todo, María, la Madre de Jesús. Lo acompañó durante su vida en los tiempos felices y en los tiempos difíciles, hasta el pie de la cruz. Y por eso no es sólo Cristo quien está con nosotros, en tiempos de dolor, sino que también su Madre - que es nuestra Madre - está con nosotros al pie de nuestra cruz.
Y en la medida en que participamos así como Ella en la Pasión de Jesús, tenemos también la promesa de participar en la vida glorificada de Cristo en el cielo, tal como ya lo está haciendo María desde su Asunción.
Pongamos en cada Eucaristía, nuestro sufrimiento y cruz personal sobre la patena, como nuestra ofrenda, para unirlo con el sacrificio perfecto de Cristo en la cruz.
Preguntas para la reflexión
1. ¿Cuáles son las cruces que más temo?
2. ¿Creo que Dios me castiga o es injusto conmigo?
3. ¿Ofrezco mis cruces y mis dolores?
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