lunes, 1 de abril de 2013

JUAN PABLO II, VISTO POR BENEDICTO XVI.




Hace ocho años, la muerte de Juan Pablo II sacudía el corazón de millones de hombres y mujeres de todo el mundo, creyentes y no creyentes, cristianos y ni cristianos. Aquel 2 de abril de 2005 se cerró el capítulo del tercer pontificado más largo de la Historia, y quedó abierta otra ventana hacia el cielo: la de la intercesión que, desde entonces, realiza el hoy beato Pontífice ante Dios Padre. Su sucesor al frente de la sede de Pedro, Benedicto XVI, se refirió en multitud de ocasiones a quien fue su amigo y maestro espiritual, y realizó con sus intervenciones el retrato de un hombre de Dios cuya impronta en la Iglesia y en el mundo sigue viva en el pontificado del Papa Francisco
Noticia digital (01-IV-2013)

El 2 de abril de 2005 es ya una fecha destacada en la Historia de la Iglesia..., y del mundo. Después de casi 28 años de pontificado, Juan Pablo II, el tercer Papa que más tiempo ha ocupado la Sede de Pedro, entraba «en la casa del Padre». Ocho años después de aquella muerte que conmovió a millones de personas de todo el mundo, la Iglesia vive otro momento único: la elección de un nuevo Pontífice, el Santo Padre Francisco, tras la renuncia del Papa que sucedió a Juan Pablo II, el hoy Obispo emérito de Roma, Benedicto XVI. En sus ocho años de pontificado, Benedicto XVI se refirió en multitud de ocasiones a «mi amado predecesor» -cuya beatificación presidió, el 1 de mayo de 2011, haciéndola coincidir con la fiesta de la Divina Misericordia, instituida por el propio Juan Pablo II- y, con sus intervenciones, elaboró una suerte de mosaico biográfico, un verdadero retrato espiritual del beato Karol Wojtyla:
Un hombre de Dios
Había oído hablar del cardenal Wojtyla, sobre todo, en el contexto de las relaciones entre obispos polacos y alemanes, en 1965. Los cardenales alemanes me habían contado cómo el arzobispo de Cracovia fue el alma de esta relación histórica. Algunos amigos universitarios me habían hablado de su filosofía y de su grandeza como pensador. Pero mi encuentro personal con él fue en el cónclave de 1978. Desde el principio, sentí una gran simpatía y, gracias a Dios, el entonces cardenal me ofreció, desde el principio al fin, su amistad y confianza. Viéndole rezar, comprendí que era un hombre de Dios, un hombre que vivía con Dios, es más, en Dios. Me impresionó la cordialidad, sin prejuicios, con la que me recibió. (16 de abril de 2005)
Sumergido en la Resurrección
El corazón de la Iglesia se encuentra sumergido en el misterio de la resurrección del Señor. En verdad, podemos leer toda la vida de mi querido predecesor según el signo de Cristo resucitado. Sentía una fe extraordinaria en Él, y con Él mantenía una conversación íntima, singular, ininterrumpida. Entre sus muchas cualidades humanas y sobrenaturales, tenía una excepcional sensibilidad espiritual y mística. Bastaba observarle mientras rezaba: se sumergía literalmente en Dios y parecía que todo lo demás en aquellos momentos fuera ajeno. En las celebraciones litúrgicas estaba atento al misterio en acto, con una aguda capacidad para percibir la elocuencia de la Palabra de Dios en el devenir de la Historia. La santa misa era para él el centro de cada día y de toda la existencia, la realidad viva y santa de la Eucaristía que le daba energía espiritual para guiar al pueblo de Dios. (2 de abril de 2008)
Hacia fuera: la voz de la cristiandad
El Santo Padre, con sus discursos, su persona, su presencia, su capacidad de convencer, creó una nueva sensibilidad hacia los valores morales y la importancia de la dimensión religiosa del hombre. Aumentó -de manera inimaginable- la importancia del obispo de Roma. Todos los cristianos reconocieron que él era el portavoz de la cristiandad. Ningún otro en el mundo puede hablar así en nombre de la cristiandad y dar voz y fuerza, en el mundo actual, a la realidad cristiana. Pero también era el portavoz de los grandes valores de la Humanidad. (16 de abril de 2005)
Hacia dentro: un nuevo amor por la Eucaristía
Hacia dentro de la Iglesia, en primer lugar, destacaría que supo entusiasmar a la juventud con Cristo. Esto fue novedoso, si pensamos en los jóvenes del 68 y de los años setenta. Solamente él podía movilizar de tal modo a la juventud del mundo por la causa de Dios y por el amor a Cristo. Pienso que, en la Iglesia, creó un nuevo amor a la Eucaristía. Le dio un nuevo sentido a la grandeza de la Divina Misericordia; y profundizó en el amor a la Virgen y nos guió hacia una interiorización de la fe y, al mismo tiempo, hacia una mayor eficacia. Naturalmente, es necesario mencionar -como todos sabemos- su contribución a los grandes cambios en el mundo en 1989, con la caída del así llamado socialismo real. (16 de abril de 2005)
Abrazado a la Cruz
Aquel No tengáis miedo no se basaba en las fuerzas humanas, sino únicamente en la Palabra de Dios, en la cruz y en la resurrección de Cristo. En la medida en la que iba desnudándose de todo, al final, incluso de la misma palabra, esta entrega total a Cristo se manifestó con creciente claridad. Como le sucedió a Jesús, también en Juan Pablo II las palabras dejaron lugar al final al último sacrificio, la entrega de sí. Y la muerte fue el sello de una existencia totalmente entregada a Cristo, conformada con Él incluso físicamente con los rasgos del sufrimiento y del abandono confiado en los brazos del Padre celestial. «Dejad que vaya al Padre»: éstas -testimonia quien estuvo a su lado- fueron sus últimas palabras, cumplimiento de una vida totalmente orientada a conocer y contemplar el rostro del Señor. (2 de abril de 2008)
El enorme magisterio pontificio
Su magisterio representa un patrimonio riquísimo, que todavía no ha sido suficientemente asimilado por la Iglesia. Considero que mi misión esencial y personal no es la de publicar muchos nuevos documentos, sino la de hacer que estos escritos de Juan Pablo II sean asimilados, porque es un tesoro riquísimo. Son la auténtica interpretación del Concilio Vaticano II. Sabemos que el Papa fue un hombre del Concilio y que asimiló interiormente el espíritu y la letra del Concilio, y con estos textos nos hace comprender verdaderamente lo que quería y lo que no quería el Concilio. Nos ayuda a ser verdaderamente Iglesia de nuestro tiempo y del futuro. (16 de abril de 2005)
El estandarte de la Divina Misericordia
Ha interpretado para nosotros el misterio pascual como misterio de la divina misericordia. Escribe en su último libro: El límite impuesto al mal «es en definitiva la divina misericordia». Y reflexionando sobre el atentado dice: «Cristo, sufriendo por todos nosotros, ha conferido un nuevo sentido al sufrimiento; lo ha introducido en una nueva dimensión, en un nuevo orden: el del amor... Es el sufrimiento que quema y consume el mal con la llama del amor y obtiene también del pecado un multiforme florecimiento de bien». Animado por esta visión, el Papa ha sufrido y amado en comunión con Cristo, y por eso, el mensaje de su sufrimiento y de su silencio ha sido tan elocuente y fecundo. (8 de abril de 2005)
José Antonio Méndez

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