Entre el «ya y el todavía-no», entre la plenitud y los límites, despuntan los compromisos de la Eucaristía y la Iglesia vive cotidianamente la celebración del misterio eucarístico, como realidad y esperanza.
1. Una misteriosa eficacia que no depende de nuestro empeño
Hoy estamos tentados de medir la eficacia de la Eucaristía con el metro de nuestro compromiso, de hacer depender los frutos de la celebración de nuestra acogida, de proporcionar el opus operantis Christi con el opus operantis Ecclesiae en el sentido que hoy tiene esta fórmula: la libre adhesión y respuesta de la Iglesia.
En Cristo, primogénito de toda criatura, en la Iglesia que es sacramento universal de salvación, la Eucaristía tiene una eficacia y un valor que están confiados a la plegaria misma de Cristo y superan las experiencias limitadas y constatables de la Iglesia celebrante.
Un cambio misterioso se da entre el cielo y la tierra en cada Eucaristía, una penetración de lo divino se insinúa en nuestro mundo en todo altar. Las actitudes de alabanza y de acción de gracias, la súplica para la venida del Espíritu, la ofrenda y la intercesión tienen una eficacia cierta aunque misteriosa, con la misma eficacia del misterio pascual. Cristo no vuelve al Padre, valga la expresión, con las manos vacías. Remite al Padre la oblación de toda la humanidad de la cual la Iglesia es voz y sacramento. Por eso la Eucaristía no es extraña a nuestro mundo, también a lo que queda indiferente, como no es indiferente al mundo Cristo y su misterio de redención.
2. El compromiso de la evangelización
De la Eucaristía nace un empeño de evangelización con todas sus consecuencias: anuncio gozoso de la resurrección del Señor y de la salvación, preparado por la preevangelización del testimonio, profundizado en la catequesis, hecho eficaz y significativo con las obras evangélicas y con el testimonio de la unidad de los creyentes en Cristo y de la caridad: «a fin de que el mundo crea».
3. El testimonio de vida eucarística
Los gestos sacramentales de la celebración, de la palabra a la plegaria y de la ofrenda a la comunión, piden una lógica continuidad en una vida que podamos definir eucarística. El Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, ofrece a la Eucaristía su corporeidad para una penetración en la historia y en la vida. En las palabras y en los gestos de los cristianos el Cristo de la Eucaristía prolonga su presencia, si estos son conformes al estilo mismo del Evangelio. Al contrario, en los gestos de justicia, de lealtad, de solidaridad, de servicio, hechos con la animación interior del Espíritu, el cristiano ofrece en el mundo el rostro de Cristo en «signos» comprensibles incluso para quien no tiene fe y que remiten al Evangelio del Señor, al Cristo humilde, pobre, misericordioso y justo que ha pagado en persona el mensaje de renovación de la humanidad. El cristiano, la Iglesia, las comunidades, se convierten por la Eucaristía y en la lógica del misterio eucarístico, en «sacramentos del encuentro con Dios», o bien en expresiones de la benevolencia y de la misericordia de Dios para todos los hombres.
No hay que maravillarse de que tal vez el testimonio de una vida eucarística pida hoy, como en los primeros tiempos de la Iglesia, la lógica del martirio: lo evidente de la muerte violenta, pero también lo escondido del dar la vida y la sangre hasta la última gota, día tras día.
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