Se trataba de pequeños cuadros rectangulares, de poca altura, esculpidos en piedra o metal, pintados sobre tabla o recamados sobre tela, representando la efigie del Señor, de la Virgen o de los santos, o escenas de sus vidas. Se colocaban en la parte posterior de la mesa de los altares adosados a las paredes de las naves laterales, para sostén de la piedad. (Según Righetti, el retablo habría nacido como consecuencia de la falta de reliquias para exponer a la veneración de los fieles).
“Cuando el dosel estaba constituido por un tríptico, frecuentemente en la parte central se unían con una bisagra dos alas ( ‘sportelli’), que se abrían durante la función. Terminada ésta, se cerraban sobre la imagen, cubriéndola enteramente. Todo se apoyaba sobre una base rectangular, también ésta pintada, llamada ‘predella’ “ (Righ. t.I, p.496, nota 61).
Pero en el gótico los retablos se hacen imponentes, y se los fija sobre el altar principal, o inmediatamente detrás de él.
Durante el Renacimiento el retablo continúa creciendo en importancia, por será sin duda en el Barroco que alcanzará su máximo desarrollo. “El retablo no es ya un accesorio del altar; antes al contrario, el altar ha venido a ser un accesorio del retablo ... Esta inversión de valores litúrgicos se manifiesta principalmente en las iglesias construídas en los s.XVII al XVIII, según el tipo del Gesù, de Roma, en las cuales el altar mayor, adosado a la pared del ábside, parece no tener otra función que al de servir de base a la monumental apoteosis del santo o del misterio al que está dedicado” (Righ. T.I, p.470)
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