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A Victor Hugo le causó una magnífica impresión Don Bosco, y trató de persuadirle de que dejara la religión... Al final, el persuadido fue el autor de Los miserables. Si en la hora de su muerte no hubo, junto a su lecho, un sacerdote que le confesara, se debió a que el círculo más cercano al escritor no lo consistió
Retrato de Víctor Hugo de joven
Ciento cincuenta años después de la publicación de Los miserables, la imagen predominante de Víctor Hugo sigue siendo la del rebelde, el romántico apasionado, el republicano cívico, el anticlerical... Esa percepción encuentra su fundamento en las largas digresiones de novelas como Notre Dame de París, Los miserables o El 93, empapadas de desconfianza en la justicia humana, del convencimiento de que la materia equivale al mal, o de un acusado anticlericalismo del que hacen gala incluso sus personajes eclesiásticos, como Claudio Frollo, al afirmar que la imprenta acabaría matando a las catedrales. Se comprende así que el auténtico protagonista de su poema épicoLa leyenda de los siglos sea el hombre que se redime a sí mismo, pese a la admiración confesada del escritor por los relatos de la Biblia. Sin embargo, a Víctor Hugo le conmovían los sentimientos de piedad, en los que no parece estar lejos la caridad cristiana, como los que demuestra, en Los miserables, el obispo Myriel hacia el ex presidiario Jean Valjean, al que regala sus candelabros y su cubertería de plata para evitar que vuelva otra vez a la cárcel.
Víctor Hugo pasaba por ser un agnóstico, o si se quiere, un deísta, y no tenía complejos para acercarse a un sacerdote y decirle a la cara que no creía en su Dios ni en ninguna clase de milagros, pese a que viviera la eterna contradicción de muchos hombres de su tiempo -y del nuestro-, de rechazar lo sobrenatural y tacharlo de irracional, y a la vez estar influido por un espiritualismo que podía rayar en la superstición. Fue en la noche del 22 de mayo de 1883 cuando el entonces octogenario escritor se dirigió a un sacerdote italiano en términos un tanto arrogantes, aunque, tras una íntima y larga conversación, se despidió entregándole una tarjeta con su nombre, que hasta entonces no le había revelado. El sacerdote que recibió aquella tarjeta era Don Bosco, al que, por cierto, el escritor dispensaría después uno de sus mejores elogios, el de hombre de leyenda.
Fotografía de Don Bosco
Hugo trataba de persuadir a Don Bosco de que lo mejor era vivir en filosofía, habiendo superado la etapa infantil de la religión, y le explicó que esto consistía en llevar una vida feliz, sin creer en lo sobrenatural ni en una vida futura, algo utilizado por los curas para asustar a personas simples y sin preparación. Sin embargo, el fundador de los salesianos recordó al escritor que no le quedaba mucho tiempo antes de entrar en la eternidad. ¿No convendría pensar en el porvenir supremo y llamar a un sacerdote? Pero su interlocutor consideraba esa acción como un signo de debilidad, que le cubriría de ridículo a los ojos de sus amigos. Con todo, Hugo se comprometió a meditar el asunto, de tan gran profundidad que iba más allá de la religión y la filosofía. Volvió unos días después y aseguró al sacerdote que quería ser su amigo, que creía en la inmortalidad del alma y en Dios. En consecuencia, deseaba ser asistido en la hora de su muerte por un sacerdote católico que encomendara su alma al Creador, aunque desgraciadamente esto no sucedió a la hora de su muerte el 22 de mayo de 1885. El muro protector de familiares y amigos funcionaría, tal y como ha sucedido en casos similares, para espantar a cualquier sotana que se acercara, y el yerno de Hugo, Simon Lockroy, más tarde ministro de Instrucción Pública, actuó como portavoz de la familia para rechazar los últimos sacramentos. Sin embargo, el cardenal Guibert, arzobispo de París, habría consolado al sacerdote que pretendió auxiliar a Hugo con estas palabras: «No tiene por qué sentirse mal. Usted no estaba junto a la cabecera de Víctor Hugo cuando murió, pero estoy seguro de que el Señor sí lo estaba». Lo que también era seguro es que al escritor no le faltarían las oraciones del sacerdote con quien había hablado dos años antes.
Don Bosco se había ganado la amistad de Víctor Hugo y se sintió moralmente obligado a revelar sus encuentros con él, tras tener noticia de los funerales laicos preparados por el anticlerical gobierno republicano ¿Cuál había sido el secreto de Don Bosco para desarmar a Hugo? El secreto sólo podía ser el amor, aunque el santo no se limitaba a rezar, pues tenía manifestaciones de cariño con todos los que le rodeaban. Recordemos que Jesús miró al joven rico con cariño y le amó (Mc 10, 21). Don Bosco siempre decía que el amor se expresa en palabras y en acciones e incluso en las expresiones de los ojos y del cuerpo. No nos sorprenden las palabras de otro santo, Giuseppe Benedetto Cottolengo, a Don Bosco, cuando le aconsejaba llevar unas vestiduras más resistentes porque serían muchos los que se colgaran de ellas...
Antonio R. Rubio Plo
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