He pasado un fin de semana alteradísimo por los nervios. La intriga e inseguridad de los resultados. Me refiero, claro está, a las elecciones en Cuba. Mi ánimo, como en la habanera de Antonio Burgos que han inmortalizado María Dolores Pradera y Carlos Cano, con olor a caoba, manigua y ron. Mis ojos, deslumbrados en la distancia por el rojo anaranjado de los flamboyanes, más altos y espesos de flores que los nuestros de las Canarias. Y los azules caribes, bellísimos y prohibidos, invencibles durante más de cincuenta años de revolución. Se trataba de elegir democráticamente a los nuevos miembros de la Asamblea Nacional, los cuales, con patriótica y revolucionaria responsabilidad, tenían como primera obligación elegir al nuevo Jefe de Estado y Presidente del Gobierno de Cuba. Lo pensaba el viernes por la noche, mientras recorría de este a oeste la superficie de mi sufrida almohada. Y me formulaba la terrible pregunta «¿Qué sucedería si los 612 asambleístas dan la espalda a la revolución y designan a un nuevo Presidente partidario de la corrupción occidental?». Pero al fin, me alegró el alma la luz de la justicia. Raúl Castro, hermano del eterno Comandante, a sus 82 años de edad fue elegido para un segundo mandato quinquenal al frente de la Revolución. De los 612 miembros de la Asamblea recibió de 612 la plena confianza. No fueron 613 los votos a favor de Raúl Castro porque a última hora se le impidió votar a la camarada Edelwina Morales Martí, jefa del gabinete de limpiadoras del sagrado recinto democrático, que no había sido elegida y se puso muy pesada en su intento de votar.
Encomiable actitud que no me resisto a elogiar con el desmedido entusiasmo que me caracteriza. Gracias por el ejemplo, Cuba.
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