No podemos compararnos con los italianos. Al cabo de los siglos, ellos siguen siendo Roma y nosotros, una de las provincias. Berlusconi es una anécdota sin importancia. Decenios atrás, Italia se alzó como la nación más corrupta del mundo, en la economía y la política. Ahora ganamos los españoles por varias embarcaciones de distancia. Pero aquellos políticos y financieros italianos que eran descubiertos con las manos en la masa tenían respeto por su Historia y se suicidaban con la mayor naturalidad. Hubo semanas de cuatro suicidios, tantos que dejaron de ser noticia. Aquí no se suicida nadie importante. Como católico no puedo alentar su práctica, pero creo que en situaciones como la que atravesamos en España, la Iglesia tendría que mostrarse más flexible. Aquí, los que roban y se adueñan del dinero ajeno buscan fórmulas para evadirse de sus responsabilidades y poner trabas a la justicia en pos de la prescripción de sus delitos. Me refiero, claro está, a los poderosos, tan alejados del concepto de la deshonra. Un romano no soporta el descrédito social, y su liberación es el suicidio. Aquí, últimamente sólo se han suicidado víctimas de los desahucios, incapaces de encontrar una luz en sus negros futuros. Y seguimos suicidándonos por amor, por cuernos o por cansancio vital. El gran poeta satírico Juan Pérez Creus vivía en la ruina en un piso bajo que le alquiló un amigo por una cantidad ridícula. Una mañana se cruzó con un vecino cuando subía por las escaleras. -¿Adónde va, don Juan?-; -muy sencillo. A la azotea, a suicidarme-. Y por un ataque de cuernos, siendo Santiago Amón niño y testigo del suceso, se suicidó un huevero de Baracaldo, a cuya memoria rendíamos homenaje todos los años durante una de sus clases de latín. Pero los políticos y los ricos en España no se atreven a dar el paso, porque han perdido su dolor romano, su vergüenza torera y su buena educación.
Aquí todo son recalificaciones de terrenos, facturas falsas, prevaricaciones, abusos ostentosos de nuevos ricos y demás corrupciones antiestéticas. En Italia, en cambio, roban libros. En la biblioteca más antigua de Nápoles, la Girolamini, antaño de los Jerónimos, han desaparecido volúmenes de inmenso valor. El último ladrón de libros –al menos, un ladrón abrazado a la cultura–, ha sido su director, que en sus pocas semanas al mando de la biblioteca se ha llevado de ella 4.000 maravillosos libros. Algunos los ha regalado, y uno de los agraciados por la generosidad del director ha sido Marcello Dell,Utri, senador y hombre de la máxima confianza de Berlusconi, prestigioso bibliófilo y monumental sinvergüenza al que la Policía le ha trincado en posesión de diez libros, si bien no ha aparecido el más valioso, la «Utopía» de Tomás Moro editado en 1518 y encuadernado con una maestría y riqueza asombrosas. Es lo que nos diferencia de los italianos. Berlusconi ha llenado de basura España con los programas de su cadena de televisión, y en Italia sus amigos senadores roban libros de las bibliotecas estatales sólo por el placer de poseerlos durante el tiempo que tarda la Policía en encontrarlos. Tanto el director desprendido, Marino Massimo di Caro, como el senador chorizo, han sido encarcelados. En España, para que un senador ingrese en prisión es necesario, si bien no definitivo, que sea sorprendido llevándose del Museo del Prado «El Jardín de las Delicias» del Bosco, y menciono ese formidable tríptico por ser el que yo robaría del Prado si me hicieran director.
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