miércoles, 31 de enero de 2018

TOVARICH; POR ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ



Sólo mi espanto ante los grandes viajes impidió que visitara la magna exposición sobre la dinastía Románov, celebrada en la Colección del Museo Ruso, San Petersburgo, de Málaga. Y eso que me aseguraban que ningún buen retrógrado debía perderse esa apoteosis del Trono y el Altar. Al final, el sabio y viajero Ignacio Jáuregui, que tanto me invitaba a la expedición, digo, a la exposición, resignado a mi pétreo inmovilismo, me dijo que, al menos, tenía que ver la película que se ha proyectado allí como fin de fiesta: Tovarich (Anatole Litvak, 1937): "Una comedia deliciosamente ligera que deviene apoteosis de patriotismo reaccionario y sentimental", me dijo.

Acertó. Las vicisitudes de un matrimonio de sangre real rusa en las estrecheces del exilio en Francia son espumosas y burbujeantes, como el champán, aunque el fondo es fuerte, como el vodka. Entre risas, hay una defensa muy seria del compromiso que implica la aristocracia, que no tiene que ver con el lujo y los privilegios, sino con el deber y el servicio. Sólo a consecuencia de esto, vienen, luego, los encantos de la aristocracia, ante los que se rinden el pueblo -con naturalidad-, la emuladora burguesía y hasta el comunismo, a regañadientes. 

Hay una imagen que es un icono. Besan reverentemente la mano de la princesa que está apoyada, elegantemente, en el palo de la fregona que maneja como doncella. Todo servicio implica una nobleza, pero el doméstico, quizá porque se le desdeña más y, sin duda, porque toca el corazón de la familia, es el mejor. Esto es muy difícil de entender, pero esta película tiene el mérito de dejarlo traslucir. También Al servicio de las damas (Gregory La Cava, 1936) lo logra.

Lo más punzante de la película, sin embargo, no pudo preverlo ni el director ni el guionista. Acaba con un acto de patriotismo de una inmensa generosidad por parte del matrimonio de aristócratas a favor del régimen comunista. Lo hacen por el bien de la Rusia inmortal. Lo que pasa es que nosotros sabemos lo que no sabían en 1937 ni los más furibundos anticomunistas: la brutalidad del régimen y los grandes sufrimientos que haría pasar al pueblo ruso.

El final edulcorado se convierte, por obra y gracia del paso del tiempo y de la verdad desvelada, en un final agridulce. Pero ese fracaso último de la aristocracia en sus buenas intenciones y por su prístina ingenuidad la eleva aún más y da una hondura nueva a la película.

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