sábado, 27 de enero de 2018

GRANTCHESTER; POR ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ



No sé si han visto la serie de televisión. Sidney Chambers, un joven y atractivo vicario anglicano, se enfrenta a periódicos homicidios, con la ayuda del hosco inspector de policía al que ayuda. Nada demasiado original, en la estela del Father Brown de Chesterton, el cura-detective que revolucionó las narraciones de misterio para siempre y para bien. Todo aliñado, ventajas del sacerdocio anglicano, que no exige celibato, con historias más o menos románticas. Y estéticamente impoluto, sin duda, por el uso de un clergyman de excelente corte y un elevado alzacuellos.
Yo veía la serie con gusto, por el alzacuellos, porque no tengo nada (por la cuenta que me trae) contra los epígonos y porque me servía de clase de inglés. Sin embargo, una broma insistente terminó atravesándoseme. Como el protagonista es clérigo, todo el mundo le ofrece una copita de jerez, que él, tan moderno y amante del jazz y de la copa larga, rechaza con fastidio. Era una desgracia doble: vinculaba nuestro vino a la sacristía y, encima, lo presentaba como anticuado y tópico. Empecé a ver la serie tomándome una copa de palo cortado, para desagraviar.
Como dejar el jerez conlleva fatales consecuencias, se observa que el pastor pierde fuste espiritual y doctrinal y la serie termina transigiendo con todas las modernidades. Según Roger Scruton, anglicano devoto, ése es el sino (las claudicaciones ante la modernidad) de una iglesia que, en tiempos más estrictos, tenía la ventaja del equilibrismo; pero yo, de un pastor tan bien vestido, esperaba un poco más de vida interior, unos crímenes con más fuste moral y buenas dosis de melancolía conservadora. No hacía honor a su sotana y me dolía. Dejé la serie, para que no me amargase el palo cortado. Mi mujer, en cambio, seguía y yo le preguntaba, al cruzarnos por el pasillo, cómo veía aquello: por lo del jerez y por lo demás. Me llamaba exagerado.
Ayer confesó que yo tenía razón, pero que el vicario ¡era tan mono! Pensé ponerme celoso, pero preferí alegrarme. Es una suerte estar casado con alguien tan predispuesto a perdonar las mayores debilidades de carácter, los desfallecimientos de doctrina y, sobre todo, los tropiezos de gusto (ay, el jerez) por una leve atracción física y una vaga simpatía sentimental. De esa característica de mi mujer, yo soy, sin duda, el principal beneficiario, tanto, que aún puedo compartirla un poco y desde lejos con Mr. Chambers.

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